Carlos López
¡Hacer y destruir! ¡Estas dos palabras encierran
la historia del universo, toda la historia de
los mundos, todo cuanto existe, todo!
Maupassant
Horacio Quiroga en el primer mandamiento del «Decálogo del perfecto cuentista» escribe: «Cree en un maestro (Poe, Maupassant, Kipling, Chejov) como en Dios mismo». Guy de Maupassant —que sólo vivió 42 años, de 1850 a 1893—, a quien casi todos recuerdan por su primer cuento, «Bola de Sebo» —que no es el mejor, pero sí el que retrata con más tino el alma utilitarista de la sociedad francesa de 1880, y del que dijo Gustave Flaubert que era una obra maestra—, es uno de los más grandes conocedores del alma humana. Antón Chejov lo admiraba.
Contemporáneo de Émile Zola, que es uno de los personajes del cuento «Los domingos de un burgués en París», y de Flaubert, quien fue su mentor, y amigo de la infancia de Laure Le Poittevin, madre de Maupassant (por eso se corrió el rumor de que Gustave era padre biológico de Guy, pero aquél sólo era ahijado del abuelo de Laure), este fecundo creador se salvó gracias a la escritura, pues el tedio de la oficina donde trabajaba en los ministerios de Marina y de Instrucción Pública era un martirio. Flaubert y Schopenhauer influyeron en el desaliento, el derrotismo y la misantropía de Maupassant, quien se enfermó de sífilis y, a consecuencia de eso, padeció epilepsia, graves problemas nerviosos, demencia y pánico, e intentó suicidarse cortándose el cuello con un abrecartas, el 1 de enero de 1892, en el manicomio de París, donde murió de una parálisis general, después de dieciocho meses de agonía.
Maupassant sacaba los prototipos de sus relatos de sus compañeros de oficina, de los suburbios de París donde solía hacer incursiones orgiásticas a las orillas del Sena y de historias que le referían conocidos; en varios de sus cuentos utiliza la técnica de un narrador que relata una historia que a la vez le contaron; pero, sobre todo, de su experiencia intensa, aventurera, que le revolucionaba su ser. Sobre su espíritu convulso reveló: «Tengo miedo de mí mismo, tengo miedo del miedo, pero, ante todo, tengo miedo de la espantosa confusión de mi espíritu, de mi razón, sobre la cual pierdo el dominio y a la cual turba un miedo opaco y misterioso». Del matrimonio decía que «es un intercambio de malos humores durante el día y de malos olores durante la noche. […] El individuo que se contente con una mujer toda su vida, estaría al margen de las leyes de la naturaleza como aquel que no vive más que de ensaladas», lo que explica en parte su vida libre —a veces libertina— que le permitió dedicarse a escribir trescientos cuentos, seis novelas, seis obras de teatro, tres libros de viajes, una antología de poesía y crónicas periodísticas, todos en la más beneficiosa soledad e independencia. Su obra inspiró la filmación de más de treinta películas, algunas de grandes directores (John Ford, Luis Buñuel, Jean Luc Godard, Jean Renoir, Josef von Sternberg) y fascinó tanto a los escritores Gabriele D’Annunzio y Ramón del Valle Inclán que plagiaron algunos de sus relatos. ¿Tendrá también alguna influencia en El obsceno pájaro de la noche, de José Donoso, «La madre de los monstruos»?
Maupassant no se andaba por las ramas. Tenía claro para qué sirve la literatura. El contenido de sus relatos es fuerte, desgarrado, sombrío, trágico, pero el autor los trata sin moralina, mesianismo, afán didáctico o manipulador; al contrario, conserva su carácter lúdico entre la miseria. En su obra retrata sin tristeza los asuntos escabrosos, terribles, polémicos; hasta las luchas reivindicativas de las feministas de su época son expuestas, el aborto, la prostitución femenina y masculina, la infidelidad, la doble moral, los vicios de la sociedad corrupta. Sus cuentos no son de ideas; cada uno de ellos encierra una idea completa sobre tramas que por lo regular abordan la miseria humana ególatra, rapaz. Ésta es su poética: «La menor cosa tiene algo de desconocido. Encontrémoslo. Para descubrir un fuego que arde y un árbol en una llanura, permanezcamos frente a ese fuego y a ese árbol hasta que no se parezcan a ningún otro árbol ni a ningún otro fuego». La flor roja —como llama Rudyard Kipling al fuego— que consumió sus días encuentra su fuego nuevo en cada lector que a casi ciento cincuenta años de distancia sigue leyendo con fervor sus páginas, que provocan incendios.
Un ejemplo de su vigencia es la creación más remota del vocablo fifí, que aparece en el cuento de 1882, «Mademoiselle Fifi», que era como se nombraba al subteniente alemán «Wilhelm von Eyrik, un rubiecito altanero. […] Desde que estaba en Francia, sus compañeros lo llamaban Mademoiselle Fifi. Se había ganado este apelativo por su porte coqueto, su fino talle que se habría dicho ceñido por un corsé, su rostro pálido en el que apenas si apuntaba un incipiente bigote, así como porque había adquirido la costumbre, para expresar su soberano desprecio por las personas y las cosas, de emplear continuamente la expresión francesa fi, fi donc, pronunciándola con un ligero silbido». Esta descripción encaja con cualquier fifí del siglo xxi. Es probable que de acá hayan tomado en México el término los aristócratas porfiristas del siglo xix si de casualidad leyeron el cuento de Maupassant. De ser así, se comprobaría una vez más que de la literatura se copian modas, conductas sociales. Otra breve referencia es el nombre del antro La Charca de las Ranas en el cuento «La chica de Paul», donde sucedió una tragedia a causa de los celos provocados por la novia lesbiana del protagonista. En México existe una cadena de restaurantes con ese nombre y en El Charco de las Ranas ocurrió en 1999 una tragedia relacionada con el narco.
Maupassant es un clásico. Editores Mexicanos Unidos publicó en 2016 una selección de 85 cuentos dispares, sin curaduría, aunque el título que tiene el libro es Selección de cuentos, que van de lo naïf a lo complejo, a lo sublime; de lo breve al largo aliento. No es difícil disfrutar del talento narrativo de Maupassant a pesar de tanta errata que tiene la edición; la calidad del escritor se impone; el descuido editorial llega al colmo de que no se distinguen los guiones de acotación con los de diálogo (hasta hay guiones largos sueltos al final de línea), abundan los pleonasmos absurdos, los lugares comunes, anacolutos, galimatías, muletillas, hiperónimos, mayusculismo, el uso del subjuntivo terminado en ase, ese artificial —que de tan exquisito que quiere ser se vuelve vulgar—, pero el vicio mayor es el leísmo amanerado, ridículo; la formación de las páginas tiene callejones; quien cuidó la edición activó el corrector automático con tan mala fortuna que al corregir Simón, lo hizo en parSimónia, parSimóniosamente en Simóne y puso un 1 en lugar de una l en, por ejemplo, regu1ar y po1iticos (sin tilde). La puntuación es caótica y hay ausencia de ortografía. Hasta en el título del cuento más famoso de Maupassant escribieron sebo con s minúscula.
Entre tantas erratas de los editores y errores de etiquetación de los estudiosos de la literatura brilla el arte literario de este genio decimonónico que atrapó como pocos el espíritu de su época, en la que destaca su voz original.