Adolfo Mazariegos

Politólogo y escritor, con estudios de posgrado en Gestión Pública. Actualmente catedrático en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos de Guatemala y consultor independiente en temas de formación política y ciudadana, problemática social y migrantes. Autor de varias obras, tanto en el género de la narrativa como en el marco de las ciencias sociales.

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Una de las premisas fundamentales y pilares de la democracia en los Estados contemporáneos es la existencia de un poder soberano que recae en el pueblo, quien lo delega para su ejercicio en un grupo de individuos electos en el marco de un proceso previamente establecido para ello. Sin embargo, más allá de la forma de elegir gobernantes y/o servidores públicos en el marco de lo que hoy se percibe o se acepta como democracia, existe en esa dinámica algo denominado ‘mandato’, que es -o debiera ser, realmente- el punto de partida para el quehacer de todo funcionario público, incluyendo diputados al Congreso de la República, ministros de Estado, Secretarios, Presidente y Vicepresidente del país, etc. De ahí se desprende, justamente, el término ‘mandatario’, que no es más que una suerte de permiso que los ciudadanos (votantes) otorgan a los gobernantes para poder ejercer mando y tomar decisiones trascendentes en el ejercicio del poder político como representantes del Estado. No obstante, eso no significa que al mandatario o mandatarios se les haya transferido la soberanía del Estado, verlo de esa manera es un error en el que se suele caer, a veces inadvertidamente, a veces porque se piensa que “no queda de otra” y así es como debe ser. En tal sentido, es preciso indicar que lo que la ciudadanía transfiere es solamente la representación de ésta, y como es de suponer, ello conlleva ese ‘mandato’ que obliga a cualquier gobernante o funcionario a llevar a cabo su trabajo de conformidad con el marco del cuerpo jurídico vigente. Esto quiere decir que el poder de todo gobernante o funcionario sigue estando limitado por las normas que rigen al país en donde fue electo. En aquellos Estados que no son monarquías -de más está decirlo-, el soberano es el pueblo, no los mandatarios, y por lo tanto, (al menos en teoría), el pueblo puede poner la señal de alto a los desmanes de cualquier persona que, por muy alto que sea su cargo, quiera cruzar la línea y transgredir la ley. La ley existe para cumplirla, esa es su razón de ser, desde el primero hasta el último habitante del país. Y no se puede vivir pensando que, «mientras algo no me afecte a mí directamente, sencillamente no haré nada al respecto». La democracia también implica involucramiento; también implica participación y conciencia; visión de largo plazo; y sobre todo, pensar sin egoísmo en aquellos que vienen detrás de nosotros, las nuevas generaciones, los hombres y mujeres de mañana que serán los encargados de dirigir los destinos de nuestros países, y, por supuesto, es de esperar lo hagan de la mejor manera. Eso, también es parte de lo que llamamos democracia.

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