Joseph Ratzinger
Benedicto XVI
Pero ahora es preciso preguntarse ante todo: ¿Qué clase de hombres eran esos que Mateo describe como «Magos» venidos de «Oriente»? El término «magos» (mágoi) tiene una considerable gama de significados en las diversas fuentes, que se extiende desde una acepción muy positiva hasta un significado muy negativo.
La primera de las cuatro acepciones principales designa como «magos» a los pertenecientes a la casta sacerdotal persa. En la cultura helenista eran considerados como «representantes de una religión auténtica»; pero se sostenía al mismo tiempo que sus ideas religiosas estaban «fuertemente influenciadas por el pensamiento filosófico», hasta el punto de que se presenta con frecuencia a los filósofos griegos como adeptos suyos (cf. Delling, Theologisches Wörterbuch zum Neuen Testament, IV, p. 360). Quizá haya en esta opinión un cierto núcleo de verdad no bien definido; después de todo, también Aristóteles había hablado del trabajo filosófico de los magos (cf. ibíd.).
Los otros significados mencionados por Gerhard Delling designan a los dotados de saberes y poderes sobrenaturales, y también a los brujos. Y, finalmente, a los embaucadores y seductores. En los Hechos de los Apóstoles encontramos este último significado: Pablo califica a un mago llamado Barjesús «hijo del diablo, enemigo de toda justicia» (13,10), manteniéndolo así a raya.
Los diversos significados del término «mago» que encontramos aquí hacen ver también la ambivalencia de la dimensión religiosa en cuanto tal. La religiosidad puede ser un camino hacia el verdadero conocimiento, un camino hacia Jesucristo. Pero cuando ante la presencia de Cristo no se abre a él, y se pone contra el único Dios y Salvador, se vuelve demoníaca y destructiva.
En el Nuevo Testamento vemos estos dos significados de «mago»: en el relato de san Mateo sobre los Magos, la sabiduría religiosa y filosófica es claramente una fuerza que pone a los hombres en camino, es la sabiduría que conduce en definitiva a Cristo. Por el contrario, en los Hechos de los Apóstoles encontramos otro tipo de mago. Éste contrapone el propio poder al mensajero de Jesucristo, y se pone así de parte de los demonios que, sin embargo, ya han sido vencidos por Jesús.
La primera acepción vale evidentemente para los Magos en Mateo 2, al menos en sentido amplio. Aunque no pertenecían exactamente a la clase sacerdotal persa, tenían sin embargo un conocimiento religioso y filosófico que se había desarrollado y aún persistía en aquellos ambientes.
Se ha tratado naturalmente de encontrar clasificaciones todavía más precisas. El astrónomo vienés Konradin Ferrari d’Occhieppo ha mostrado que en la ciudad de Babilonia, centro de la astronomía científica en épocas remotas, aunque ya en declive en la época de Jesús, continuaba existiendo todavía «un pequeño grupo de astrónomos ya en vías de extinción… Hay tablas de terracota con inscripciones en caracteres cuneiformes con cálculos astronómicos… que lo demuestran con seguridad» (p. 27). La conjunción astral de los planetas Júpiter y Saturno en el signo zodiacal de Piscis, que tuvo lugar en los años 7-6 a. C. —considerado hoy como el verdadero período del nacimiento de Jesús— habría sido calculada por los astrónomos babilonios y les habría indicado la tierra de Judá y un recién nacido «rey de los judíos».
Sobre la cuestión de la estrella volveremos de nuevo más adelante. Por ahora queremos dedicarnos a la pregunta sobre qué tipo de hombres eran aquellos que se pusieron en camino hacia el rey. Tal vez fueran astrónomos, pero no a todos los que eran capaces de calcular la conjunción de los planetas, y la veían, les vino la idea de un rey en Judá, que tenía importancia también para ellos. Para que la estrella pudiera convertirse en un mensaje, debía haber circulado un vaticinio como el del mensaje de Balaán. Sabemos por Tácito y Suetonio que en aquellos tiempos bullían en el ambiente expectativas según las cuales surgiría en Judá el dominador del mundo, una expectación que Flavio Josefo interpreta como referida a Vespasiano, con el resultado de que éste pasó a gozar de su favor (cf. De bello Iud., III, 399-408).
Varios factores podían haber concurrido a que se pudiera percibir en el lenguaje de la estrella un mensaje de esperanza. Pero todo ello era capaz de poner en camino sólo a quien era hombre de una cierta inquietud interior, un hombre de esperanza, en busca de la verdadera estrella de la salvación. Los hombres de los que habla Mateo no eran únicamente astrónomos. Eran «sabios»; representaban el dinamismo inherente a las religiones de ir más allá de sí mismas; un dinamismo que es búsqueda de la verdad, la búsqueda del verdadero Dios, y por tanto filosofía en el sentido originario de la palabra. La sabiduría sanea así también el mensaje de la «ciencia»: la racionalidad de este mensaje no se contentaba con el mero saber, sino que trataba de comprender la totalidad, llevando así a la razón hasta sus más elevadas posibilidades.
Basándonos en todo lo que se ha dicho, podemos hacernos una cierta idea de cuáles eran las convicciones y conocimientos que llevaron a estos hombres a encaminarse hacia el recién nacido «rey de los judíos». Podemos decir con razón que representan el camino de las religiones hacia Cristo, así como la autosuperación de la ciencia con vistas a él. Están en cierto modo siguiendo a Abraham, que se pone en marcha ante la llamada de Dios. De una manera diferente están siguiendo a Sócrates y a su preguntarse sobre la verdad más grande, más allá de la religión oficial. En este sentido, estos hombres son predecesores, precursores, de los buscadores de la verdad, propios de todos los tiempos.
Así como la tradición de la Iglesia ha leído con toda naturalidad el relato de la Navidad sobre el trasfondo de Isaías 1,3, y de este modo llegaron al pesebre el buey y el asno, así también ha leído la historia de los Magos a la luz del Salmo 72,10 e Isaías 60. Y, de esta manera, los hombres sabios de Oriente se han convertido en reyes, y con ellos han entrado en la gruta los camellos y los dromedarios.
La promesa contenida en estos textos extiende la proveniencia de estos hombres hasta el extremo Occidente (Tarsis-Tartesos en España), pero la tradición ha desarrollado ulteriormente este anuncio de la universalidad de los reinos de aquellos soberanos, interpretándolos como reyes de los tres continentes entonces conocidos: África, Asia y Europa. El rey de color aparece siempre: en el reino de Jesucristo no hay distinción por la raza o el origen. En él y por él, la humanidad está unida sin perder la riqueza de la variedad.
Más tarde se ha relacionado a los tres reyes con las tres edades de la vida del hombre: la juventud, la edad madura y la vejez. También ésta es una idea razonable, que hace ver cómo las diferentes formas de la vida humana encuentran su respectivo significado y su unidad interior en la comunión con Jesús.
Queda la idea decisiva: los sabios de Oriente son un inicio, representan a la humanidad cuando emprende el camino hacia Cristo, inaugurando una procesión que recorre toda la historia. No representan únicamente a las personas que han encontrado ya la vía que conduce hasta Cristo. Representan el anhelo interior del espíritu humano, la marcha de las religiones y de la razón humana al encuentro de Cristo.
La estrella
Pero ahora hemos de volver aún a la estrella que, según la narración de san Mateo, impulsó a los Magos a ponerse en camino. ¿Qué tipo de estrella era? ¿Existió realmente?
Exegetas de renombre, como Rudolf Pesch, opinan que esta cuestión tiene poco sentido. Se trataría aquí de un relato teológico, que no se debería mezclar con la astronomía. San Juan Crisóstomo había desarrollado en la Iglesia antigua una postura similar: «Que ésta no fuera una estrella común, para mí incluso que no fuera siquiera una estrella, sino un poder invisible que había tomado esa apariencia, me parece consecuencia sobre todo de la trayectoria que había tomado. En efecto, no hay una sola estrella que se mueva en esa dirección» (In Matth., hom. VI, 2: PG 57, 64). En gran parte de la tradición de la Iglesia se ha resaltado el aspecto extraordinario de la estrella; así, ya en Ignacio de Antioquía (ca. 100 d. C.), que ve el sol y la luna hacer el corro en torno a la estrella; así también en el antiguo himno de la Epifanía del Breviario Romano, según el cual la estrella habría superado al sol en belleza y luminosidad.
Pero no se podía dejar de plantear la pregunta sobre si, a pesar de todo, acaso no se hubiera tratado de un fenómeno que se podía determinar y clasificar astronómicamente. Sería un error rechazar a priori esta pregunta remitiéndose a la naturaleza teológica de la historia. Con el surgir de la astronomía moderna, desarrollada también por cristianos creyentes, se ha planteado nuevamente también la cuestión sobre este astro.
Johannes Kepler († 1630) adelantó una solución que sustancialmente proponen también los astrónomos de hoy. Kepler calculó que entre el año 7 y el 6 a. C. —que, como se ha dicho, se considera hoy el año verosímil del nacimiento de Jesús— se produjo una conjunción de los planetas Júpiter, Saturno y Marte. Él mismo había notado una conjunción semejante en 1604, a la cual se había añadido también una supernova. Este término indica una estrella débil o muy lejana en la que se produce una enorme explosión, de manera que desarrolla una intensa luminosidad durante semanas y meses. Kepler creía que la supernova era una nueva estrella. Opinaba que también la conjunción ocurrida en los tiempos de Jesús debía de estar relacionada con una supernova; intentó explicar así astronómicamente el fenómeno de extraordinaria luminosidad de la estrella de Belén. Puede ser interesante en este contexto que el estudioso Friedrich Wieseler, de Gotinga, haya encontrado al parecer en tablas cronológicas chinas que, en el año 4 a. C., «había aparecido y se había visto durante mucho tiempo una estrella luminosa» (Gnilka, p. 44).
El citado Ferrari d’Occhieppo puso ad acta la teoría de la supernova. Según él, para explicar la estrella de Belén era suficiente la conjunción de Júpiter y Saturno en el signo zodiacal de Piscis, y pensaba que podía determinar con precisión la fecha de este fenómeno. Es importante a este respecto que el planeta Júpiter representaba al principal dios babilónico Marduk. Ferrari d’Occhieppo lo resume así: «Júpiter, la estrella de la más alta divinidad de Babilonia, compareció en su apogeo en el momento de su aparición vespertina junto a Saturno, el representante cósmico del pueblo de los judíos» (p. 52). Dejemos los detalles. Los astrónomos de Babilonia — afirma Ferrari d’Occhieppo— podían deducir de este encuentro de planetas un evento de importancia universal, el nacimiento en el país de Judá de un soberano que traería la salvación.
¿Qué podemos decir ante todo esto? La gran conjunción de Júpiter y Saturno en el signo de Piscis en los años 7-6 a. C. parece ser un hecho constatado. Podía orientar a los astrónomos del ambiente cultural babilónico-persa hacia el país de Judá, hacia un «rey de los judíos». Los pormenores de cómo aquellos hombres han llegado a la certeza que los hizo partir y llevarlos finalmente a Jerusalén y a Belén, es una cuestión que debemos dejar abierta. La constelación estelar podía ser un impulso, una primera señal para la partida exterior e interior. Pero no habría podido hablar a estos hombres si no hubieran sido movidos también de otro modo: movidos interiormente por la esperanza de aquella estrella que habría de surgir de Jacob (cf. Nm 24,17).
Que los Magos fueran en busca del rey de los judíos guiados por la estrella y representen el movimiento de los pueblos hacia Cristo significa implícitamente que el cosmos habla de Cristo, aunque su lenguaje no sea totalmente descifrable para el hombre en sus condiciones reales. El lenguaje de la creación ofrece múltiples indicaciones. Suscita en el hombre la intuición del Creador. Suscita también la expectativa, más aún, la esperanza de que un día este Dios se manifestará. Y hace tomar conciencia al mismo tiempo de que el hombre puede y debe salir a su encuentro. Pero el conocimiento que brota de la creación y se concretiza en las religiones también puede perder la orientación correcta, de modo que ya no impulsa al hombre a moverse para ir más allá de sí mismo, sino que lo induce a instalarse en sistemas con los que piensa poder afrontar las fuerzas ocultas del mundo.
En nuestra narración pueden verse las dos posibilidades: ante todo, la estrella guía a los Magos sólo hasta Judea. Es del todo normal que en su búsqueda del recién nacido rey de los judíos fueran a la ciudad regia de Israel y entraran en el palacio del rey. Era de suponer que el futuro rey habría nacido allí. Después, para encontrar definitivamente el camino hacia el verdadero heredero de David, necesitan la indicación de las Sagradas Escrituras de Israel, las palabras del Dios vivo.
Los Padres han destacado aún otro aspecto. Gregorio Nacianceno dice que, en el momento mismo en que los Magos se postraron ante Jesús, la astrología había llegado a su fin, porque desde aquel momento las estrellas se moverían en la órbita establecida por Cristo (Poem. dogm., V, 55-64: PG 37, 428-429). En el mundo antiguo los cuerpos celestes eran considerados como poderes divinos que decidían el destino de los hombres. Los planetas tienen nombres de divinidades. Según la opinión de entonces, dominaban de alguna manera el mundo, y el hombre debía tratar de avenirse con estos poderes. La fe en el Dios único que muestra la Biblia ha realizado muy pronto una desmitificación al llamar con gran sobriedad al sol y a la luna —las grandes divinidades del mundo pagano— «lumbreras» que Dios puso en la bóveda celeste (cf. Gn 1,16s).
Al entrar en el mundo pagano, la fe cristiana debía volver a abordar la cuestión de las divinidades astrales. Por eso Pablo insiste con vehemencia en sus cartas desde la cautividad a los Efesios y a los Colosenses en que Cristo resucitado ha vencido a todo principado y poder del aire y domina todo el universo. También el relato de la estrella de los Magos está en esta línea: no es la estrella la que determina el destino del Niño, sino el Niño quien guía a la estrella. Si se quiere, puede hablarse de una especie de punto de inflexión antropológico: el hombre asumido por Dios —como se manifiesta aquí en su Hijo unigénito— es más grande que todos los poderes del mundo material y vale más que el universo entero.