Los tratados de libre comercio tienen como objetivo precisamente eso: fomentar el comercio entre las naciones liberando las trabas tradicionales. Es obvio que el comercio es el combustible que impulsa el desarrollo de las comunidades desde los tiempos de Sumeria. Un repaso a la Historia nos lleva a la conclusión que las grandes civilizaciones crecieron en base al intercambio de bienes. Por eso se ponderan las grandes vías de circulación, desde los ríos Tigris y Éufrates, pasando al Nilo, al Rin, Danubio, etc. así como a la Ruta de la Seda, el trayecto a las Indias Occidentales u Orientales. Lo mismo aplica al río La Pasión en el corazón del mundo maya clásico y lo propio se diría del río Mississippi en la formación de los cimientos de los Estados Unidos.
Se trasladan mercaderías desde los lugares donde se producen hasta los mercados en donde mejor se pagan. Las caravanas. Los convoyes. La Liga Hanseática y otras alianzas comerciales en la edad media. Claro, “los estados” no negocian como quiere hipostasiar la corriente estatista; son los individuos, ambiciosos y diligentes, que habitan en esos estados los que promueven este intercambio.
Es que el libre tránsito de bienes es el mejor ejemplo de un proceso “gana-gana”. Si no hubiera beneficios para cada parte pues no habría negocio. Simple. En cuanto los productos son apetecidos, el comercio llena ese faltante en la comunidad consumidora que está dispuesta a pagar alto precio por esos productos. El destinatario final está dispuesto a pagar el precio que el comerciante pide. El vendedor, por su parte, queda satisfecho con dicho precio.
Para que haya productos debe haber inversión para financiar esa producción. Los estados emergentes (tercer mundo) no disponen de grandes capitales a lo interno por eso llaman a la “inversión extranjera”. Reclaman fondos externos; se ofrecen sus economías a los países ricos para que inviertan en su territorio. Por su parte, en los países ricos tienen el “problema” de disponer de mucho capital y los encargados deben procurar el máximo rendimiento de los fondos que disponen. Entre ellos están los grandes holdings y grupos financieros que amasan grandes sumas y deben rendir cuentas a los dueños de los depósitos y el más eficiente es el que gana. Por eso esos inversionistas están atalayando en qué mercados van a obtener mejores réditos.
Es en ese contexto que se acuerdan los tratados de libre comercio. Regresando al gana-gana: los países ricos tendrán nuevos mercados seguros para extender sus inversiones. Los estados recipiendarios dispondrán de fondos para promover las diferentes actividades. Pero, y aquí empiezan los peros, los inversionistas exigirán garantías para operaciones seguras. Por lo mismo los países de destino deben comprometerse a cumplir ciertos estándares para garantizar a los inversionistas ciertas condiciones de estabilidad y certeza jurídica de manera que solamente sean factores de mercado (y no los políticos) los que incidan en el mejor éxito de la inversión.
Las peticiones, o exigencias, de los países inversores encuentran su fundamento en el derecho internacional. El cimiento fundamental de este andamiaje jurídico se concentra en la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados de 1969 (hay un convenio anterior de Viena sobre las relaciones diplomáticas, de 1961). Guatemala, como parte del concierto de naciones ha suscrito dicho convenio comercial y por lo tanto su aplicación es obligatoria.
El artículo 27 estable: “27. El derecho interno y la observancia de los tratados. Una parte no podrá invocar las disposiciones de su derecho interno como justificación del incumplimiento de un tratado. Esta norma se entenderá sin perjuicio de lo dispuesto en el artículo 46”. En otras palabras cada país sobrepone el derecho internacional al de su propio país; esto aplica, especialmente en cuanto a la resolución de diferencias (juicio) como veremos adelante.