Edmundo Enrique Vásquez Paz
Estando en Guatemala “a las puertas” o en procesos de discusión de los contenidos de una nueva Constitución para la fundación de un Estado Plurinacional que, invariablemente, deberá acompañarse de otras leyes de carácter constitucional -entre las cuales se debe encontrar la que se refiera a los partidos políticos y el régimen eleccionario-, valdría la pena plantearse una reflexión profunda relacionada con el funcionamiento práctico de lo que en nuestro país llamamos “democracia”.
El concepto de “democracia”, a gracia de utilizarlo a diestra y siniestra -no solo en Guatemala- para, finalmente, justificar arbitrariedades y hasta guerras -lideradas por los que se autoungen como los adalides de ese ideal-, se ha tornado en un cajón vacío, desgastado, algo así como lo que ha ocurrido con el concepto de “libertad”.
Ya en 1993 (15 años después de haber sido promulgada la actual constitución española, 1978), Manuel Jiménez de Parga (La ilusión política, 1993) hacía importantes aportes a una revisión de la manera de entender la práctica de la democracia en su país.
Partiendo del nada novedoso planteamiento de que “las constituciones y sus leyes complementarias no bastan para que los pueblos regidos por ellas marchen por la vía democrática” y que “si falta el talante democrático, sea en los gobernantes, sea en los gobernados, o en los dos sectores al mismo tiempo, el proyecto constitucional fracasará”, Jiménez de Parga señala que “sin partidos; sin sindicatos y asociaciones empresariales; sin asociaciones culturales, vecinales, recreativas, deportivas, no hay democracia”. Algo que, por trivial, no es atendido desde el mismo texto constitucional obligando a los gobiernos a actuar al respecto.
Jiménez de Parga presenta varias recomendaciones sobre deficiencias de relevancia que, a su juicio, es necesario resolver en términos generales y que bien aplican en Guatemala: I, garantizar el funcionamiento del régimen parlamentario (considerando que lo que ha funcionado en la práctica es un “presidencialismo encubierto”); II, corregir la manera en que se lleva a cabo la representación política (“el ciudadano está huérfano de diputados propios”); y III, resolver el fenómeno de que ”la realidad política actual está formalizada por los medios de comunicación, omnipotentes a radice, que han cambiado profundamente la relación entre gobernantes y gobernados”.
Entre otros, también habría que meditar sobre la necesidad de establecer que, desde el gobierno, se promueva una “educación para la democracia” (entendiéndola como un derecho que se debe proteger y una práctica que se debe propiciar).
Merece atención revisar el sentido que tiene la prohibición de la “campaña anticipada” (contenida en la Ley Electoral y de Partidos Políticos, Art. 223 n), que actúa como mordaza para los agentes que deberían poder esgrimir argumentos políticos en cualquier tiempo; y la negativa a aceptar que las campañas políticas se realicen utilizando todos los partidos igual cantidad de espacios y de medios -prescritos por el Tribunal Supremo Electoral-. Esto último permitiría que las contiendas se realizaran alrededor de ideas y no de la capacidad de pintarrajear el país y embobar con cantaletas. En ambos casos, sería muy importante conocer las razones que se puedan esgrimir a favor o en contra de cada una de esas propuestas.
Si de lo que se trata es de apuntalar el sistema democrático, el principal asunto a atender y a corregir es que los diputados y otras autoridades electas representen de manera fidedigna los intereses de las agrupaciones políticas que los postulan -sin traicionarlas-; algo que sólo se puede resolver con una formación ciudadana que garantice que todas las agrupaciones políticas existentes en el país sean legítimas y sanas -conformadas por ciudadanos conscientes y activos- y con capacidad de exigir.
No se debe olvidar que “el Derecho es de quién lo reclama” y que un Estado de derecho funcional obliga a que el ciudadano se comporte activamente de esta manera. Por eso la importancia de la formación ciudadana para la democracia.
Otro de los grandes obstáculos que se debe resolver aquí y a nivel mundial es el de la cada vez más sofisticada manera de influir en la “voluntad” de los potenciales votantes. Si bien es cierto que éste es un fenómeno de suyo antiguo, no se puede negar que día a día se ejerce vía una tecnología cada vez más poderosa que convierte al “Big Brother” de Georg Orwell en una figura más amenazante e invencible.
El sistema democrático debe abandonar esa concepción simplista de que consiste en un sistema organizado exclusivamente para garantizar que “un ciudadano, es un voto”, apostando solamente a las necesidades e intereses personales y particulares de cada uno de los votantes. A mi juicio, se maneja el equivocado concepto de que la suma de los intereses personales y particulares de los votantes tiene como resultado la felicidad del conglomerado. Los organismos complejos no funcionan así. Esa matemática no les aplica. Probablemente, lo propio será facilitar una dinámica que rescate el concepto de que las decisiones de incumbencia y de aplicación general, no le deben corresponder a los individuos (las células) si no que a las asociaciones de esos mismos individuos, pero articulados en función de intereses comunes (los órganos que constituyen esos organismos) y no de los suyos particulares.