Adrian Zapata

zapata.guatemala@gmail.com

Profesor Titular de la USAC, retirado, Abogado y Notario, Maestro en Polìticas Pùblicas y Doctor en Ciencias Sociales. Consultor internacional en temas de tierras y desarrollo rural. Ha publicado libros y artículos relacionados con el desarrollo rural y con el proceso de paz. Fue militante revolucionario y miembro de organizaciones de sociedad civil que promueven la concertación nacional. Es actualmente columnista de el diario La Hora.

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En Guatemala estamos pasando un túnel que creíamos ya habíamos transitado y del cual pudimos salir a finales del siglo pasado, teniendo como luz la firma de la paz, el contenido de los acuerdos suscritos y la expectativa de su cumplimiento. Y efectivamente salimos relativamente bien; fuimos ejemplo de cumplimiento de los acuerdos relacionados con el fin de la guerra. Los excombatientes no fueron asesinados, lo cual tiene un significado trascendental. Tampoco hubo resurgimiento de organizaciones armadas. Todos aceptaron la vía democrática como legítima para luchar por obtener o conservar el poder. La exguerrilla se convirtió en partido político y, de allí, desafortunadamente transitó a la marginalidad política, con lo cual el modelo democrático se debilitó porque desapareció como sujeto relevante quienes habían procreado la paz.

También se logró desmilitarizar el Estado, con el fin de la contrainsurgencia. El ejército dejó de tener la conducción política del Estado, cuya institucionalidad tenía cooptada, convergiendo en ello con las élites empresariales.

La parte oscura, profundamente oscura, de la paz, fue que los acuerdos sustantivos, los que iban dirigidos a abordar las causas estructurales de la guerra, fueron abandonados y la sociedad guatemalteco no tuvo la capacidad de asumirlos y luchar por ellos. En lugar de empezar a caminar por el sendero que decían los acuerdos sustantivos, el Estado guatemalteco se convirtió en el enano aplicado que cumplía las lecciones que el Consenso de Washington le impuso. Y eso hacía imposible impulsar las transformaciones estructurales que los Acuerdos de paz pretendían.

A partir de 1996, un gobierno tras otro no tuvo la voluntad política de cumplir con dichos acuerdos. Y, paulatinamente, fueron surgiendo redes político criminales cuyo principal mecanismo de acumulación de riqueza fue la corrupción, expresada en los negocios fraudulentos con el Estado.
Colateralmente, el narcotráfico fue creciendo en el país y ha llegado a ser un poder indiscutible que subyace en la dinámica económica, social y política nacional. Gradualmente, esas redes político criminales fueron copando la institucionalidad estatal que se requería para hacer los negocios correspondientes y gozar de impunidad. La CICIG presidida por don Iván Velásquez significó un relevante intento por revertir ese proceso, pero se debilitó al punto que los avances logrados no sólo se revirtieron, sino que se llegó a un punto mucho más regresivo que el existente antes de ese experimento llamado CICIG.

En el caminar de los corruptos, se incorporaron las élites empresariales que se convirtieron en socios de lo que yo llamo “Convergencia Perversa”, que ha consolidado el control de la institucionalidad estatal.

Volvió la “contrainsurgencia”, pero sin insurgencia. Regresó en el sentido que se copó la institucionalidad, ahora ya no para combatir a la insurgencia, sino que para proteger a quienes constituyen la alianza perversa referida y eliminar a quienes se oponen. Hay una variante sustancial en esa eliminación. Afortunadamente todavía no es física, pero se les condena a la muerte civil.

Así entramos al túnel del oscurantismo. El tren se quedó sin conductores porque los sectores progresistas que lo manejaban fueron operadores de una locomotora que era el gobierno de los Estados Unidos. Con Trump en el poder se acabó la CICIG y los sectores progresistas se quedaron sin locomotora y sin sus aspiraciones de convertir los meritorios avances que se habían logrado en capital político para sus particulares intereses. Ahora están divididos, debilitados, huyendo y exiliados en los Estados Unidos, cuyo gobierno los dejó tirados.

La Convergencia Perversa parece no tener contrincante alguno. Los une el interés por mantener la impunidad y, a algunos, me refiero a las cúpulas empresariales, el miedo que el sector predominante de dicha Convergencia los aplaste si se retiran. Empiezan a verse en el espejo de Nicaragua.

Vivimos un “pasado actualizado”. Y lo peor de todo es que en este túnel la luz que se divisa al final no es de esperanza. Es otro tren arrasador que se aproxima, obviamente distinto al que mencionamos al principio de este artículo. Y este tren es un proyecto de continuidad que llegará el año entrante, con las elecciones generales. Aún no hay “progresismo” que lo pare.

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