En un país con las deficiencias sociales que mantienen a tanta gente en el más completo abandono, sin acceso no solo a oportunidades sino a servicios básicos como educación y salud, un elevado presupuesto sería totalmente justificado si el mismo se destinara a atender las necesidades de la población para ofrecerle lo que históricamente se le ha negado. Sin embargo, cuando se aprueba una erogación del calibre de la aprobada ayer por el Congreso simplemente para rellenar la piñata en que se ha convertido el uso de los fondos públicos, estamos frente a un grave crimen moral.
Si analizamos el presupuesto no hay ninguna planificación orientada a incrementar la calidad y cobertura de los servicios; en educación se pagará más a los maestros sin que cambien su capacidad de educar y preparar a la juventud para una vida productiva. En salud, el gasto no responde al diseño de programas que se orienten a incrementar la calidad en la prevención y, sobre todo, en eliminar las consecuencias fatales y funestas de esa desnutrición que afecta a la mitad de nuestros niños, marcando para siempre su vida.
En cuanto a la abandonada red vial, no hay un plan de reconstrucción que termine con los chapuces pero, sobre todo, con la forma de hacer las contrataciones que alienta el soborno y el desfalco al erario porque, a cambio de auténticos mamarrachos, los funcionarios y los contratistas se reparten jugosísimas ganancias. El país está a la zaga en la región en cuanto a su infraestructura vial como efecto de esa rampante corrupción que carcome los presupuestos públicos y que ahora, en año electoral, repartirá más fondos entre los diputados y los que tienen el control de toda la institucionalidad del Estado.
Si gastan tanto dinero para enriquecer a los que mantienen la Dictadura de la Corrupción, resulta pecaminoso no usar los recursos para el cumplimiento del artículo fundamental de la Constitución que establece: el Estado se organiza para proteger a la persona y la familia y que “su fin supremo es la realización del bien común”. Esos millonarios fondos podrían marcar la diferencia entre toda esa gente que, forzada por su pobreza, tiene que emigrar ante la indiferencia de una sociedad que sobrevive gracias a las remesas que luego reciben los familiares de esos esforzados chapines.
El país tiene recursos, obviamente, pero se usan mal. El dinero se diluye en la corrupción y las miserias de los habitantes y la inexistencia de oportunidades crece cada día porque cada quetzal que se embolsa un ministro, un diputado, un alcalde o una pareja presidencial, es dinero que se le roba al pueblo.