Nicté Serra
Un olor espectacular invade el aire. Es una amalgama de especies y azúcares, de exóticos chiles y frutos salvajes. Por ahí asoman, como si bajaran de algún cielo, presencias de queso enredadas con vino. Es el preámbulo de un banquete decadente, exquisito, una fiesta para los sentidos.
Es domingo de almuerzo familiar y en la casa patriarcal, en donde viven los abuelos junto a dos de sus hijos con sus respectivas familias, se celebra cada quince días este rito.
No vivimos aquí, en este sitio de prados verdes y noviembres de barrilete. Mi padre es el mayor de los hijos y el único que se mudó. Nuestra casa está en el centro, en la ciudad, y llegar a lo del abuelo es una excursión de fin de semana. A veces llegamos el sábado por la tarde para quedarnos a dormir. Después de todo, es un viaje al campo por un camino angosto y toma un par de horas llegar. Cuentan que harán una carretera más moderna, aseguran que la ciudad crecerá por estos rumbos que se extienden al oriente del país. Dicen que la nueva vía unirá al nuestro con el país vecino con toda la modernidad de este siglo XX. Afirman que será así porque hay buena tierra, hay agua y la carretera soñada será una arteria importante en la cintura del continente.
Llegamos anoche. Desde que entré, caí desmayado por el olor a chocolate caliente. Así nos reciben. Mi abuela cuida que cada sorbo y cada bocado que recorre el paladar de su prole sea inolvidable. Teresa sabe bien lo que mi abuela exige. Pone en la olla la cantidad precisa de chocolate y canela y azúcar en los litros exactos de agua. Conoce el momento de ebullición oportuno. Teresa es una hechicera en la cocina. Una maga de trenzas y rostro digno, una mujer hermosa que nació al lado de un comal y huele a tortilla.
El chocolate lo acompañamos con champurradas hechas en la casa, rellenitos de plátano, crema, queso y magdalena. Esa es la merienda. Cada bocado surge como magia de esas manos dibujadas con caminos de años, un par de talentos morenos e irrepetibles.
Teresa es capaz de preparar comidas completas para este batallón de dieciséis nietos y ocho adultos con los ojos cerrados. Cada rellenito es perfecto. El frijol, dulce y tibio, se resbala mordida a mordida, dan ganas de llorar de felicidad. Así crecimos, comiendo lo que las manos prodigiosas de Teresa preparan para la familia. Comiendo bien.
Domingo por la mañana, a la hora del desayuno la historia es similar. Cada sabor y cada olor y cada textura son una fiesta. Huevos con jamón, frijol volteado, chirmol recién preparado. Café humeante, pan dulce, tamales de elote, dobladas, quesadilla, fruta. Así fue nuestro amanecer de hoy.
Es casi medio día y trato de estudiar en la mesa del comedor. Me distraen los olores que emanan de la cocina, me seducen como mujeres, imagino un montón de listones con volutas de sabor flotando en ellos. Entro a la cocina y abrazo por la espalda a Teresa. La sujeto con ternura fuerte, como lo hacía de pequeño, como necesito abrazarla cada vez que la veo y adivino los pasos de la vejez en su mirada.
Desde que aprendí a caminar la recuerdo, de pie, precisamente en este lugar. Siempre ha estado aquí. Frente al fogón de leña, el de antes. Aunque ahora hay estufa de gas, Teresa no se acostumbra. Sus maneras son de antaño, su quehacer un ritual, casi una ceremonia sagrada. En medio de la cocina, está la misma mesona de madera rústica que trajo mi abuelo cuando construyó su casa. La luz que trepida en diagonal por las ventanas dibuja tableros en ella, como si fuera tableta de chocolate. Esa mesa es el laboratorio de Teresa, es su territorio mágico. Sobre ella y en el fogón convierte cualquier alimento en una obra de arte. Con su falda de mengala, zapatos de hule, blusa de algodón blanco con gabacha de flores cubriendo su cuerpo de roble pequeño, todos los días de su vida está al pie de este cañón. Su pelo siempre negro, lo amarra en una trenza gruesa que descansa en el centro de su espalda. Su olor es un perfume imposible, fusión de mantequilla con jabón de ropa. Una estampa, un símbolo, Teresa es el alma de esta granja. Todos lo sabemos y nadie lo admite. No sé por qué.
—Ay niño—me dice Teresa cuando la abrazo — ¡no me asuste!
Después de devolverme el abrazo con cobijo familiar, un trozo de infancia que me hace muy bien, pregunta — ¿Tiene hambre? A ver, le doy una tortilla con queso de capas, acabo de tirarlas. ¿Agua de canela?
El comal también es el mismo de mi niñez. Mientras me sirve en un platito de barro y un vaso con hielo, husmeo las ollas. Hay varios asuntos gestándose en su laboratorio: una salsa color ladrillo, que parece satín, no sé si es dulce o salada pero su aroma es una gloria, y otra más espesa, blanca, que huele a queso y vino. Sobre su mesona hay tablas con verdura picada, un recipiente de vidrio con carne blanca cortada en tiras, manojos de hierbas frescas, otras secas, un mortero con semillas trituradas, un tazón de barro con miel, otro con chiles asados y un montón de misterios más.
—Qué bárbara Teresa, ¿Qué preparás?
—Sorpresa, niño Lico. ¿Cómo van las clases en la versidad?— es un encanto hasta para hablar, hace años dejé de corregirla. —Voy bien, me falta aún, apenas cuarto año.
— ¿Cuándo me va curar las váricis?— cree que ya soy médico y especialista en todo tipo de males.
—Falta para eso, Tere. Pero ya te prometí que serás mi primera paciente.
El olor de su comida sigue enloqueciéndome y enciende el ambiente. En la casa hay jolgorio por todos lados, niños que se persiguen gritando en los corredores, las señoras que analizan las flores del jardín y sus males, otros nietos que juegan en los columpios. Los hombres, sentados en la sala, hablan del terremoto sucedido hace dos meses. El país se vino abajo, el presidente sigue visitando pueblos totalmente derrumbados. Fue una suerte que esta casa no se dañara. El rancho de la familia de Teresa se vino abajo, igual que los de otros trabajadores de la granja. El adobe es el músculo rural de este país y el terremoto fue una especie de masacre. Mi abuelo está viendo cómo construye algo rápido, pero hay escasez de muchas cosas. Sobre todo de plata. Eso es lo que dice.
Los aromas abrieron el apetito de la familia completa. Cada quien festeja la comida a su manera. Mi abuelo da por sentada la comida maravillosa de su casa. Nunca comenta ni elogia. A veces hasta gruñe, como si el universo le debiera ese lujo.
Todo está listo en el comedor. Primero, Teresa y Julia, la otra empleada, pasan la sopa de arveja con tocino y tomillo. La abuela da la orden con su gesto de siempre, un movimiento sutil de rostro, una ceja arqueada. Podemos empezar a comer. En silencio, tomamos la cuchara y sabidos de que algo genial sucederá dentro de nuestra boca, sorbemos la primera cucharada de sopa, cerramos los ojos, nadie habla. Es un manjar de ensueño. La sopa es un ritual, una danza lenta. De nuevo entran Teresa y Julia. Colocan sobre la consola las demás viandas: chiles en escabeche, carne de marrano en salsa de ciruela y pepitoria, croquetas de papa a la bechamel, maíz con especias, queso asado, tortillas recién nacidas, pan con ajo y cebollas asadas. En silencio y con movimientos solícitos retiran los soperos vacíos, como fantasmas desaparecen para no importunar.
De primero sirven al abuelo y a los padres. Lo hacen sus esposas. Después, cada quien se levanta a llenar su plato. Los nietos, desde los mayores —mi hermana y yo— hasta el más pequeño, de ocho años, nos servimos haciendo escándalo. Todos comen con entusiasmo en medio de charlas de todo tipo. No se entiende mucho qué dice quién.
—Abuela, Teresa es una maga en la cocina— dice mi hermana con la boca medio llena.
—Es hábil, son muchos años—responde con indiferencia, la espalda erguida.
—En serio, es más que hábil, fuera de este planeta—intervengo.
La abuela corta la conversación con un silencio pesado. Cada platillo es mejor que el otro, la carne es perfecta. Tierna, con una salsa que no la ahoga sino la engrandece. Clase aparte. Las croquetas fueron armadas con la salsa de queso que vi en la cocina. Crujientes por fuera y por dentro una seda que se deshace en la boca.
De postre sirven arroz en leche, es tradición y es exquisito. También hay magdalena y plátanos en gloria. No faltan las champurradas.
El café se toma en la sala. Los más pequeños no participan. Mi curiosidad respecto al talento de Teresa y la indiferencia de mis abuelos me hace preguntarles asuntos.
—No es para tanto— responde la abuela. Él ni se molesta en comentar.
No insisto.
Están tan acostumbrados. Tendrían que ir a la universidad, comer a la carrera cualquier cosa en cualquier comedor, regresar a las deshoras a descongelar un alimento sin sabor, pasar largas horas de estudio comiendo galletas de soda con café instantáneo, ralo y tibio porque no hay otra cosa.
Salgo de la sala y me dirijo a la cocina. Sobre dos banquitos, Teresa y Julia están sentadas alrededor de la mesa rústica. Del lado derecho de la gran mesa están las fuentes con la comida del almuerzo. Todavía hay suficiente para que tres o cuatro personas coman un buen festín. En las ollas aún hay salsa y arroz en leche. Digo algo sobre mi ilusión por la merienda de esa tarde, abrazo a Teresa, la felicito. —Tere, ¿vos no creés que esas tus salsas son tan buenas que podríamos enviarlas a un concurso? ¿Sentiste qué tierna te salió la carne? De verdad, mujer, sos la mejor cocinera del continente.
Entonces veo su plato. Se trata de una imagen ajena al contexto, colores y formas disonantes con la experiencia cotidiana que hasta este momento conozco.
—No sabría decirle, niño Lico. Pero muy agradecida por sus palabras, niño Lico.
Veo de nuevo los platos de Teresa y Julia. No puedo creer lo que contienen. Simplemente, no hace sentido. Son distintos a la vajilla que usamos en el comedor. Comen frijoles parados acompañados de arroz y tortillas. Beben café en pocillos de peltre. Mi rostro es una interrogante gigante que enfrenta las miradas de las dos mujeres.
—Al señor nunca le ha parecido que el servicio coma lo mismo. —explica Julia mientras unta un trozo de tortilla con frijol, como si respondiera a mi gesto interrogante, como si adivinara mi contrariedad.
Salgo de la cocina avergonzado, como un culpable que huye de la escena de su delito. Algo se ha movido en el mapa de mi conciencia. Nunca, en mis casi veintitrés años, había reparado en este detalle de comida distinta. Ni siquiera durante mis juegos de niño en la cocina, cuando, mientras ellas almorzaban demasiado tarde, bajo la mesa yo inventaba guerras con soldaditos de plástico.
Siento un ciclón en el abdomen. Trae sonidos que murmuran algo sobre convivencia inadecuada, gritos de indignación. Un hormigueo parecido a lo que sentí en el Hospital General cuando entraban desolados los heridos del terremoto, me desarma de pies a cabeza. Doy media vuelta y enfilo con prisa de regreso a la cocina. Resuelto. Ellas lavan sus trastos. Pregunto dónde hay vajilla limpia. Tere me señala una puertecita. Tomo dos platos del gabinete, me acerco a la mesona en donde todavía está el almuerzo. Sirvo carne, croquetas y maicitos, también escabeche, queso y cebollas. Lleno dos dulceras con arroz en leche. Rebano rodajas de magdalena. Tomo a Tere suavemente del brazo, estampo un beso ligero en su mejilla y otro lento, en su mano. Le acerco el banco, le pido que se siente. Le paso un tenedor.
—Comé carne, Teresa, probá tus croquetas. Tú también, Julia.
—Niño Lico, me va regañar su señora abuela, ya sabe cómo es con las reglas.
—Es una orden, Tere. Yo te la estoy dando.
Sé que, como siempre, mi abuela entrará a la cocina a dar instrucciones para la refacción de esta tarde, otra comida que muy pronto ha de servirse. Se me ocurre que no hay sitio para tregua en el quehacer de estas mujeres. Mi vientre responde otra vez.
Permanezco sentado en otro banco muy cerca de ellas, las acompaño. No comen. Mis ojos le dicen a los de Tere, que me ven con miedo y dulzura a la vez, que empiece. Le tiembla la quijada.
Entra mi abuela. Se estrella con la escena de cocina. Tanto, que se detiene de súbito. Nota a las empleadas frente a sendos platos, hermosos platos, imposibles platos, servidos para ellas con comida de los señores. Desde la altivez que lleva en el arco de la ceja, no deja de observar, a ellas que aguardan con rostros asustados, petrificadas, a su nieto mayor que las acompaña con un brazo sobre la espalda de Teresa, esperando a que ellas coman.
A mi abuela y a mí se nos cruzan las miradas. Se enganchan en un silencio. Sostengo la mía un largo rato, casi sin parpadear. Dicen que es la de mi abuelo, mi mirada. Dicen. Antes de que emita una sola palabra, haciendo acopio de una serenidad que no tengo para disimular mi indignación, despacio, le tiro un beso con un dedo y le muestro en reverencia la cuchara con la que serví las viandas para ellas y que aún está en mi mano.
Respira profundo. Me ve de nuevo, luego posa los ojos sobre los platos, tal vez para asegurarse de que la mirada no la engaña. Por último ve las caras aterrorizadas de Tere y Julia. Resopla. No quito mis ojos de los suyos, ni por un instante. Noto cómo muy despacio sus labios se despegan y dibujan una especie de uva. Está a punto de decir algo pero se arrepiente. Me lanza una última mirada, sus cejas yacen de nuevo en su sitio. Presa de un silencio nuevo, da media vuelta y se retira.
Teresa toma mi mano. Teresa llora.