José María Jiménez Ruiz

Aunque con el término patología nos referimos a la ciencia de las enfermedades, en el vocablo griego del que procede, phatos significa ciencia de los afectos. Los afectos son fuerzas poderosísimas que nos invaden, que se entronizan en lo más hondo del corazón, que constituyen lo más profundo de nuestra identidad. Viajan a bordo de balancines bastantes ligeros y unos sustituyen a otros sin que atinemos muy bien a saber el porqué: el odio sustituye al amor, la tristeza a la alegría, la envidia a la satisfacción por el bien ajeno, la angustia a la serenidad o el miedo a la confianza y viceversa.

Luis Vives, que estudió el dinamismo de las emociones y que definió al hombre como “un animal difícil”, se atrevió a decir que a diferencia de los animales, los seres humanos se hacen “intolerables a los otros y encuentran a los otros intolerables”.

La agresividad adquiere su expresión más grotesca cuando se produce en el contexto de la intimidad familiar. La familia constituye, sin duda, una célula viva de intimidad y de afecto, pero también de dolor, de discrepancias insalvables que provocan enfrentamientos, de odios cainitas que arrastran a la violencia.

Introducir una perspectiva de género es fundamental cuando abordamos este tema dado que, en un porcentaje altísimo de casos, es la mujer quien aparece como víctima del varón. Una encuesta  del Instituto de la Mujer revelaba que más de dos millones de mujeres mayores de 18 años habían sufrido algún tipo de vejación o mal trato por parte de sus parejas a lo largo de sus vidas. El amor se torna en odio y la atracción se patologiza, hasta hacernos creer que la persona con la que convivimos es un objeto de propiedad del que, impunemente, puede uno disponer.

También la de la que son víctimas los ancianos que soportan olvidos y silencios, sufren malos tratos psicológicos, abandonos o hasta quebranto de su economía. Son los que corren peor suerte, pues la inmensa mayoría de quienes necesitan cuidados y atenciones especiales, por estar enfermos o impedidos, los reciben y son tratados por sus familiares más inmediatos con amor y con respeto.

Triste es, igualmente, la violencia entre padres e hijos. En La conquista de la felicidad, Bertrand Russell, premio Nobel de Literatura en 1950, dedica un capítulo al tema de la familia. Escribió este reconocido escritor y filósofo, hace ya medio siglo: “De todas las instituciones que hemos recibido del pasado, ninguna se halla hoy tan desorganizada y desquiciada como la familia. El cariño de los padres por los hijos y de los hijos por los padres, es capaz de constituir uno de los más importantes motivos de felicidad: pero, de hecho, en el 95% de los casos las relaciones entre padres e hijos constituyen actualmente una fuente de desgracia para ambas partes”. Y añade el brillante escritor: “Este fracaso de la familia para proporcionar la satisfacción fundamental que en principio es capaz de producir, constituye una de las causas más profundas del descontento reinante en nuestra época”.

Por lo que se refiere a la violencia de los hijos hacia sus padres, es frecuente encontrarse con familias, en las que los padres se sienten desbordados por sus hijos, chantajeados, despreciados y hasta sometidos a grados de presión que no pueden soportar. Buscan desesperadamente ayuda recurriendo a los jueces, intentando ingresar a sus “pequeños verdugos” en centros para menores o acudiendo a centros de terapia en busca de orientación o de ayuda.

Se trata de un fenómeno que revelan hasta qué punto puede ser destructivo un sentimiento incontrolado de odio hacia quienes parecería natural respetar y amar.

Entre todas las expresiones de violencia que se producen en el seno de la familia, quizá la que ejercen los padres sobre los menores sea la que provoca mayor consternación, genera más sentimientos de indignación y señala las zonas más obscuras  del corazón humano.

El desarrollo moral  de nuestra especie no parece avanzar a la misma velocidad que el progreso técnico.  Y quizá no estaría de más que prestáramos atención al aserto de Dhamapala en El camino de la verdad en la doctrina budista, según el cual jamás “el odio ha sido apaciguado por el odio, pues es ley eterna que éste sólo sea destruido por el amor”.

Sólo desde él es posible superar los abismos del desencuentro y encontrar los cauces que permiten a los seres humanos recuperar la natural orientación de su corazón hacia la bondad, hacia el bien, hacia el cuidado, sobre todo, de quienes nos son más próximos y nos reclaman ternura, afecto o protección.

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