Por Annette Birschel y Andreas Stein
La Haya/Kiev, Agencia dpa

En la tarde del 17 de julio de 2014, el primer ministro holandés, Mark Rutte, compareció visiblemente conmocionado ante las cámaras. «Es un día muy negro para Holanda», dijo desde el aeropuerto de Schiphol en Amsterdam. El Boeing 777 de Malaysia Airlines que cubría el vuelo MH17 con destino Kuala Lumpur había sido derribado poco antes cuando sobrevolaba el este de Ucrania. El balance: 298 muertos de diez países, pero la gran mayoría -196- holandeses.

«Haremos todo lo posible para llevar a los responsables ante la Justicia», prometía Rutte entonces a los familiares de las víctimas de un país conmocionado por la tragedia. «Buscaremos debajo de las piedras».

Aquellas palabras sonaban a juramento, pero un año después la promesa no se ha cumplido, tras chocar con la dura realidad del conflicto militar ucraniano y las nuevas tensiones entre Oriente y Occidente.

El acceso a esas piedras bajo las cuales era necesario buscar chocó con numerosos obstáculos: sólo con mucho esfuerzo las fuerzas de rescate y los investigadores pudieron llegar al lugar del accidente en Hrabowe, situado en medio de una zona fuertemente disputada. Sólo en mayo de este año se recuperaron los quizá últimos restos mortales, que fueron trasladados a Holanda.

El derribo del avión destruyó también las esperanzas iniciales de que el conflicto entre las unidades del gobierno ucraniano y los separatistas apoyados por Rusia que estalló en abril de 2014 quedara limitado territorialmente. Con la tragedia y las numerosas víctimas extranjeras, la confrontación en la exrepública soviética adquirió una dimensión internacional.

Y el esclarecimiento de la tragedia se convirtió en una batalla política. Para Kiev, la culpa estuvo clara muy pronto. Sólo dos horas después del derribo, el asesor del ministro del Interior ucraniano, Anton Gerashchenko, hizo un informe increíblemente detallado con el número preciso de víctimas. «Los terroristas dispararon contra un avión civil con un sistema antimisiles Buk entregado por (el presidente ruso Vladimir) Putin», decía, lejos de las formulaciones precavidas iniciales o de las dudas abiertas tras este tipo de catástrofes.

Kiev aseguraba tener pruebas de que los insurgentes disponían del sistema Buk además de misiles. Tres días antes, un avión de transporte ucraniano había sido atacado por grupos de milicianos cuando volaba a 6.500 metros de altura. Pero ese ataque, al contrario que el del MH17, fue asumido por los rebeldes, que aseguraron no tener armas adecuadas para atacar en las alturas en las que se mueven los aviones de pasajeros.

También Estados Unidos se mostró rápidamente convencido de la responsabilidad de los separatistas y del presidente ruso. El jefe de gobierno australiano, Tony Abbott, dijo indignado que echaría la bronca a Putin en la inminente cumbre del G20 que acogió su país en noviembre. A bordo del MH17 también viajaban 27 australianos.

Pero Putin rechazó las acusaciones y reiteró que Ucrania era la culpable del accidente por no haber cerrado el espacio aéreo sobre la zona de los combates.

Desde entonces se han presentado documentos y más documentos: fragmentos de conversaciones telefónicas, declaraciones de testigos, imágenes de radar y fotografías satelitales que sólo probaban una cosa: que nadie quería ser responsable de la tragedia.

Las teorías y especulaciones de complot no dejaron además de alimentarse ante la tardanza del consejo de seguridad holandés, que dirige las investigaciones, en presentar un informe final sobre lo ocurrido, algo que aún no ha hecho y que Moscú considera un signo de que se quiere ocultar algo.

El consejo de seguridad -que se prevé presente el informe en octubre- tendrá que dar respuesta principalmente a dos preguntas: si el avión fue derribado realmente por un misil Buk y desde qué posición se lanzó el proyectil. A partir de ahí podrá saberse si el lugar era controlado entonces por las tropas ucranianas o por los separatistas.

A partir del análisis de escombros, fotografías, tomas de satélites, imágenes de radares y datos de las cajas negras, los expertos pueden llegar muy lejos. Más difíciles son, sin embargo, las investigaciones penales que también dirige Holanda. La cuestión es si los investigadores han recibido de verdad todas las pruebas disponibles. Muchas están en manos de los servicios secretos de Rusia, Estados Unidos y Ucrania.

Sin embargo los expertos se muestran confiados. «Estamos recibiendo pruebas cada vez más sólidas y convincentes», dijo el fiscal general que dirige la investigación, Fred Westerbeke, que quiere penetrar lo máximo posible en la estructura de mando, desde los ejecutores hasta quienes dieron la orden inicial.

¿Pero quién debe enjuiciar a los supuestos responsables? Holanda y Malasia abogan por establecer un tribunal de la ONU al ejemplo de las cortes para juzgar crímenes de guerra en la antigua Yugoslavia en La Haya. Pero para eso debe haber una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU. Y Rusia, con su poder de veto, ya ha dejado entrever que su respuesta sería no. Moscú exige que primero se cierren las investigaciones.

 

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