Por Javier Estrada Tobar
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A mí la corrupción ya no me sorprende. Lo que sí me deja sin palabras son las reacciones de las personas. La semana pasada, cuando capturaron al yerno del Presidente, por su supuesta implicación en una trama de tráfico de influencias, una persona conocida y cercana a mí reaccionó de forma contundente. “¡Qué mula!”, dijo.

A criterio de esta persona, el exsecretario de la Presidencia fue un tonto, porque no supo cómo ocultar los actos anómalos en los que supuestamente estaba implicado; el problema, a su criterio, fue que el exfuncionario no tuvo la habilidad de los delincuentes que sí saben cómo cuidarse las espaldas.

La reacción no fue de indignación porque hubo un aprovechamiento de una posición en el Gobierno, porque deshonró un cargo público y traicionó al pueblo guatemalteco, al que debería servir. Eso no representa un inconveniente para esta persona.

El problema de Guatemala radica en los corruptos y los corruptores, pero también en los que observamos de forma indiferente los actos ilegales que se cometen en el Estado, o peor aún, en los que esperan sacar partida de la corrupción en algún momento.

Sí, es impresionante, pero hay gente que admira a los corruptos. Quieren ser como ellos y aspiran a sacar ventaja de todo, sin importar que sus acciones perjudiquen seriamente a la sociedad.

Ayer, al finalizar la presentación del informe sobre el financiamiento de partidos políticos, el titular de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), Iván Velásquez, dio a entender que la sociedad guatemalteca debe decidir qué clase de democracia quiere para el futuro.

Según los reportes de los medios, entre las recomendaciones que la comisión hace están mejorar los controles del financiamiento, apoyar a las instituciones democráticas a cargo de los temas electorales, que se reduzca a un máximo de 20% el financiamiento privado y que la población exija la reforma del sistema político del país en manos del Congreso de la República.

“Es a la sociedad a la que corresponde tomar las decisiones específicas”, dijo Velásquez y con toda razón. Pareciera que en algunos sectores ya hay un consenso sobre la necesidad de reformar el sistema político, pero el siguiente paso es ejecutar esa decisión.

La presión ahora está sobre el Congreso, que tiene en sus manos las reformas a la Ley Electoral y de Partidos Políticos, pero tenemos que estar conscientes de que los cambios no serán efectivos sin la fiscalización ciudadana.

La tarea no es fácil. Los guatemaltecos tenemos que pedirle a los diputados tránsfugas, reelectos por décadas y de cuestionable honorabilidad, que pongan manos a la obra para cambiar las reglas de la política.

«El informe deja claro que la clase política ha estado burlándose de la población guatemalteca», dice un comunicado de la Embajada de Estados Unidos en Guatemala. Esa anotación, tan valiosa, contundente y dolorosa, no se nos debe olvidar. ¿Dejaremos que los políticos de siempre se burlen de nosotros?

 

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