Pedro Miguel Lamet
Periodista. Director del Teléfono de la Esperanza
Hay dos formas de mentir: la de no decir la verdad en cosas concretas y la de convertirse uno en mentira. La primera reviste mil formas que van de decir a papá que me han puesto un diez en matemáticas a engañar al cónyuge pasando por mentirijillas de andar por casa. Pero la que está realmente de actualidad es la segunda.
Ésta se ha convertido en una droga, cuyo mayor peligro es que nos la tragamos sin darnos cuenta. Grandes ideas, tesis comúnmente aceptadas, se pasean por nuestra vida con apariencia de grandes verdades. Nos están engañando por los cuatro costados: que el capital es el sentido del mundo; que la juventud, el estar en forma y la belleza física son el valor supremo; que el poder y la fama son los objetivos más valiosos de un ser humano; que el amor es igual a placer sexual; que la libertad se reduce a hacer lo que nos da la gana; que los viejos, los disminuidos, los inmigrantes, los pobres, los países en vías de desarrollo no merecen sitio en nuestra “sociedad del bienestar”.
A estas ideas se unen los personajes idolatrados por el ciudadano actual: gente guapa, adinerada, famosa y que sale en los medios, aunque en el fondo no valgan un pimiento. De tal manera que un político se mide por la imagen que da en la tele; un escritor por la cantidad de ejemplares que vende o los premios que recibe; un empresario, por sus millones; y un país por su escala en la “prima de riesgo”.
Las consecuencias de esta mentira colectiva son graves: vale todo, incluida la corrupción, con tal de conseguir dinero. Despedir a los trabajadores y condenar a familias enteras al paro o el desahucio está justificado, si el banco o la empresa siguen obteniendo beneficios. Vale manipular las noticias u ocultarlas, si vendo más ejemplares o si el medio de comunicación sirve mejor a los intereses de la empresa editora, que a su vez es tributaria de los poderes políticos y económicos.
Nada digamos de una publicidad carente de honestidad que falsea conscientemente el valor de los productos o de unas campañas electorales que mienten sin ningún sonrojo sobre programas que nunca se cumplirán.
Todo ello nos encierra en una peligrosa burbuja de mentira y lo que es peor acaba por contagiarnos de esa fraudulenta axiología, o mundo de los valores. Se ha dicho que la democracia es el sistema de convivencia menos malo en cuanto que permite el contraste de pareceres, la libertad de prensa y la oposición política. Pero ¿qué pasa cuando apenas hay donde agarrarse, donde ni unos ni otros parecen aportarnos credibilidad alguna?
La primera medida para salir de esa burbuja es despertar, tomar conciencia de esa realidad. La segunda, buscar la propia verdad e intentar quitarnos nuestras caretas para unificarnos con lo que realmente somos. La tercera, denunciar tanta mentira institucional e intentar desde la vida pública y privada levantar el nivel de autenticidad de nuestro mundo.
Se argüirá que todos mentimos en alguna medida y que a veces, para evitar mayores males, la llamada “mentira piadosa” puede llegar a ser hasta necesaria. Aunque eso sea también discutible, no es a esa mentira, como hemos dicho, a la que nos referimos aquí, sino a “ser” mentira, a contribuir a la mentira global que falsea nuestra cosmovisión, y que nos está perjudicando en nuestra realización como personas y como sociedad.
Recuerdo una frase de Bacon: “No es la mentira que pasa por la mente, sino la que entra y arraiga en ella la que hace mal”. Esa puede crecer como una bola de nieve hasta ser universalmente aceptada como verdad. Esto no es raro en un país que creó la picaresca, admira a los ladrones de guante blanco y en el fondo perdona a sus ídolos del partido político, del futbol, la canción, la belleza o el toreo, hagan lo que hagan. Y es que limpiar este mundo injusto e insolidario requiere valentía para salir de tal corriente y arrancarse la careta y volver a ser uno mismo.