Adolfo Mazariegos

Politólogo y escritor, con estudios de posgrado en Gestión Pública. Actualmente catedrático en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos de Guatemala y consultor independiente en temas de formación política y ciudadana, problemática social y migrantes. Autor de varias obras, tanto en el género de la narrativa como en el marco de las ciencias sociales.

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Adolfo Mazariegos

El fin de semana recién pasado tuve la oportunidad de asistir a una fabulosa y amena reunión a través de una de esas salas virtuales que, hace tan sólo diez o doce años, no teníamos idea siquiera de que pronto habrían de convertirse en algo común y prácticamente cotidiano en nuestra vida, aún y cuando de alguna manera intuyéramos que ese sería el rumbo que la humanidad iría tomando con el paso inexorable del tiempo.

Diez años, en términos históricos, es prácticamente un suspiro, y ello nos da la idea de lo rápido que está cambiando el mundo y nuestra vida en un contexto muy general, aun y cuando no lo percibamos mientras tal proceso está ocurriendo.

“Bienvenidos a esta sala virtual” dijo el anfitrión (lo parafraseo), y esas palabras de bienvenida (particularmente eso de “virtual”) me hicieron rápidamente reparar en que existen cosas que trascienden tal virtualidad, esa forma tan normal de comunicarnos, vernos o reunirnos a través de entornos artificiales que vaya a saber cómo y de qué manera han sido creados, pero que a nosotros nos resultan funcionales y tan comunes como el peculiar sonido de la lluvia al caer (quizá exagero, lo sé).

Pero, lo cierto es que hoy no resulta bastante normal escuchar que existen dos formas de realizar las cosas: de forma presencial o mediante sistemas digitales, virtuales, y nos parece algo que aparentemente siempre ha existido de tal manera, nos parece incluso como si siempre hubiéramos podido elegir entre una modalidad u otra, y que de tal suerte hasta podemos hoy escapar de nuestra monotonía con tan sólo un click, con tan sólo apretar un botón o tocar levemente en una pequeña pantalla de cristal.

Ciertamente, siempre es bueno ver o escuchar a quien se aprecia (por ejemplo), aunque sea a través de un medio tecnológico y sostener quizá extensas charlas o atrevernos incluso a cosas que tal vez en persona nos resultaría más difícil o complicado realizar. Sin embargo, nada puede sustituir el tacto cálido de una mano amiga al final de la jornada; el abrazo de quien quizá distante nos extraña y nos hace recordar que de alguna manera cobramos alguna importancia; el clin clin de dos copas que al brindar transmiten el murmullo de las almas que comparten un momento largamente añorado; el golpecito en el hombre que nos dice sin palabras que lo hecho está bien, y que mañana será otro día… En fin.

La tecnología y los avances en las telecomunicaciones han traído cosas buenas, sin duda, pero más allá de la virtualidad existe un mundo que jamás podría ser sustituido, un mundo que sigue estando ahí, a nuestro alcance, y que ojalá no llegue a desparecer porque tal vez aferrarse a esas “anticuadas” ideas, sea lo que sigue dándole al ser humano un poco de eso que llamamos humanidad…, quién sabe.

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