César Gutiérrez, nació en la aldea Churischán del municipio de San Juan Ermita, Chiquimula. Es profesor de Enseñanza Media en Lengua y Literatura con estudios de Letras en la Facultad de Humanidad de la Universidad de San Carlos de Guatemala (USAC). Ha ganado los Juegos Flores de Tecpán Guatemala, Chimaltenango; Tiquisate y La Democracia, Escuintla y Cuilapa, Santa Rosa.  Sus libros han sido publicados en la Editorial Oscar de León Palacios, Ediciones y Servicios Gráficos El Rosario y Editorial Universitaria. Los poemas aquí presentados han sido extraídos de poemario Boleros en marimba.

 

 

YO SIENTO

Yo siento en tu voz
que algún alma suprema, ronda.
Hay en tu acento cierta nostalgia,
algo como un poema sin límites.

Y si traigo a la mente absorta
esa tierra que es tuya,
¿acaso fluye en tus cantos
cada milímetro de esa tierra que te pertenece?

Yo siento también que si pongo mis oídos
en tu regazo y en tus cálidas costillas,
se desbordan como un oleaje sin fin
cuadros gloriosos de tu historia Patria.

¡Quién diría que tienes magia!
Porque puedes cruzando los instantes
transportar de la tristeza a la alegría
o de la nostalgia a la fiesta.

Yo siento cuando te escucho
que tienes un alma suprema, que ronda.
Y no es para menos,
porque mi corazón salta como un conejito.

Y con esa virtud del artista consumado
que arranca de tu alma suprema
toda la pasión y el amor y hasta el dolor,
mis dedos repasan bailando sobre la mesa.

Dirán que estoy loco. Pero no.
Sigo tan cuerdo como los cenzontles
que también bailarán sus rondas, como dijo el poeta:
al ritmo de tus cantos de turpial.

BOLEROS

Boleros.
Y alzando mi copa en el éxtasis de la fiesta,
pido entre algarabías y aplausos:
otra ronda… ¡maestros!

Y esas teclas que cantan enamoradas
y que besan con pasión pura el epicentro del alma
van vaciando sus alforjas de “pena y melancolía”
en este pecho mío que tiembla.

Y en un grito ahogado por el vino tinto
levanto la palma de mi mano derecha
y me palmeo con poesía el pecho
muy cerquita del corazón.

Boleros que en la cadencia de la noche
van desgranando sentimientos nobles
ponen en mi boca el acento que busco
para susurrarle al oído: ¿Bailamos?

Y ella que no me ve,
y ella que parece distraída, tan distante y profunda,
se levanta resuelta y en el paso primero
¡Vaya si juntamos nuestros pechos!

Mis yemas recorren los hilos de su pelo suelto
y en el paso doble con que contoneamos los cuerpos
mis mejillas palpan las suyas, tan tersas.
Perfume que provoca un beso en la frente.

Boleros en marimba que canta:
El paso doble de la vida.

AMATITLÁN

Te vi desde El Mirador
del parque de las Naciones Unidas.
¡Qué Señora eres!

Dormías como las flores al viento sobre el valle
bajo la égida de las empinadas montañas,
obras colosales de la poesía perfecta.

Tus calles eran segmentos de recta
incubando tus sueños milenarios
sobre los tejados rojos.

Allí estaban tus ventanales arqueados
como ojos que ven al infinito
y un día también ellos serán historia.

Reposaban las aguas de tu lago,
fiel espejo del cielo en la fiesta de los siglos,
en la cuenca tallada en vasija de tecomate.

Eran, eso sí, de cristal de musgo,
aguas en vidrio color de esmeralda.
Consecuencia lógica, diría el poeta, de la inconciencia.

Las bandadas de gansos y gallaretas,
envueltas en la incansable danza del pan,
dibujaban sus vuelos y figuras en la trasparencia.

¡La cuenca era tan profunda
como la soledad del corazón enfermo!

Detenido en el alto barandal del parque,
me bebí, sin embargo, el exquisito placer de tu gloria.
Era domingo primero de agosto.

¡Marimbas!
¡Oh marimbas del chapinismo y del campo y de la ciudad!
Lluvia serena de arpegios que volaba en gotas de pasión
sobre el pueblo dormido y el lago bello y las aves felices.
Concierto sobre el lago

¡Ah!, qué hermoso sonaba por allá la Kaibil Balam
y en la otra ladera, la bailable Teclas Morenas;
a este lado la Chapinlandia de añeja trayectoria
y aquí, la fina Marimba de Concierto de Bellas Artes.

Teclas que en gajos de “sutil melancolía”
derramaban guatemaltequismos sobre los montes,
y tú, abajo, recogida en tu lago,
desmoronando el tiempo.

Las pequeñas olas mecidas por el viento bailaron
al vaivén de la música del árbol sonoro
y en el espejo de su límpido rostro
dibujaron su sonrisa el campesino y el citadino.

Lancheros y pescadores,
paseantes y mercaderes,
¡el pueblo entero!,
departió el regocijo de la vida.

Cada domingo primero de agosto,
desde el vestido verde de tus montañas.
Era todo aquello un embeleso, una fantasía plena,
para que acaso los balcones de tu historia también lo intenten.
¡Noble señora!

FIESTA BAJO EL ÁRBOL

Existe aquí, ¡señores!, en mi hipocampo cerebral
una configuración de fino rostro adolescente.
Su mirada y su sonrisa subsisten con tal precisión
que parece, como decía el viejo, que fue ayer.

Domingo de fiesta, tarde de gala.
Imponentes las enormes ramas cubrían la plaza
y bajo la sombra circular los vendedores
anunciaban de frente sus precios, sus calidades, el regateo.

De pronto, los maestros ascendieron en silencio.
Abajo, unos sorprendidos, otros como si nada,
dejaron que el domingo simplemente discurriera.
Había cierta placidez en las almas, ¡quizás alguna felicidad!

Los maestros, sin vanidades, elegantes y certeros,
irrumpieron en el murmullo social con Noches de Escuintla.
¡Quién pudiera describir con auténtico lenguaje
lo que sentí en la piel y en las aurículas del corazón!

Si aquel bolero me arrancó la más honda estupefacción
y elevó mis pensamientos hasta el litoral del Pacífico.
Quise sentir como las golondrinas que planeaban sobre las aguas
la libertad de los vientos que mecían las deshiladas palmeras.

La musa del poeta se cruzó entre negociantes y compradores
y prendió sus ojos chispeantes en mi mirada absorta.
¡Cómo olvidar ese escalofrío que recorrió hasta los tuétanos
mientras las teclas desgranaban perlas! ¡tan sutiles!

Por eso, ¡señores!
llevo desde entonces en las reconditeces del cerebro
aquella tarde de domingo apaciguado
y la configuración de un fino rostro adolescente.

CUADRO

Quisiera, más bien, estar entre tus elementos.
Esa casita blanca que recorta sin prisas la cercanía,
ese tejado rojo óxido que embelesa al retazo de selva
y ese sólido pórtico que deja el paso a la interioridad.
Esos suspendidos ventanales que, de cara al poniente,
vigilan la redondez del día y las grutas de la noche.
O el pasillo ese en el que descasan la hamaca y la silla,
que conversan con el humo del café que solo transcurre.
La estrechez de ese camino blanco, polvoriento y retorcido,
trazado en medio del pastizal mojado y las rocas milenarias,
¡tan lleno de estaciones y de recodos por completo solitarios!,
y que desde la casita se disuelve en el bosque incorruptible.
Ese puente que como un arcoíris une el jardín
de flores primaverales y colgajos de enredaderas,
con ese serpentino sendero calcáreo sin huellas.
Diminuto puente arqueado que el arroyo besa, siempre.
Un puño de geranios le recorto a la frontera del alba
y me bebo en un pétalo las ondulaciones del arroyo
mientras reconstruyo el imaginario gorjeo de los mirlos
y te entrego un beso en el dibujo de tu boca.
Y en esas tardes apacibles recostadas en la mansedumbre
sentarme contigo en el pórtico a repintar el horizonte.
Entonces fluirán desde los cerros y la densa floresta
esos boleros en marimba que consolidarán nuestros besos.
Mas, disuelta la ilusión, jamás podrán estos dedos
desgranar tus elementos ni beso alguno depositaré
nunca en las líneas rojas del sueño de tus labios.
Ni habrá jamás pinceles que retoquen tus colores.
Tú serás siempre la virginal sustancia del arte y la virtud.
Yo, el regocijo de mis ninfas clásicas.

EL POEMA PERFECTO

Amé la negra trenza de su lúcido cabello lacio.
Descendía en un robusto colgajo de brillante serpiente
hasta la mitad del abismo entre los exquisitos omóplatos.
¡Las vistosas margaritas que había pintadas en su vestido azul!

Puse la punzante punta de la lanza de mis ojos involuntarios
en aquel negro virginal vidrioso perfecto como el de la noche.
Dejé que el impulso imaginario del puño sigiloso de mi mano
recorriera aquel río profundo de carbón espeso y fijo.

Y le tendí una honda mirada en primer plano.

Ella que sabía de lo que estaba hecha y de lo que lucía
clavó la malicia en la alfombra verde del pino estrujado
desde la cuenca de sus pequeños ojos pintados de azabache
y se perdió bailando en el círculo que se comía a sí mismo.

El disimulo, sin embargo, no me pasó inadvertido.

Recorrí la música de las estrellas con alas de luciérnaga
y buceé en las profundidades de la sierra oscura del Merendón
con las yemas aletargadas de la soledad de los luceros.
Esa era mi montaña, mi tierra ancestral hecha de música

Ella se perdió bailando en medio de los ritmos.

Vacié en la alforja de mi esternón cántaros de dulce espera
y dejé fluir la vaciedad que me agobiaba en lo superfluo
hasta que al arrebol ligero del destello de un quinqué
vi sus mejillas sonrojadas y su cuerpo de virgen sentada.

Imaginé las manos que habrían tejido la ondulada trenza.

Extendí mis manos que no albergaban duda alguna
hacia aquellos ojitos apagados como lejanos pero pícaros.
La invité a bailar en la danza de los ritmos y los vaivenes.
Baile que hoy habré de cantar con pluma dorada de sol y de alba.

Dejé que el mágico impulso del puño sigiloso de mi mano
descendiera por los hilos tejidos de la trenza que amé
y mi corazón saltaba como mirlo en la cuenca de un río en verano.
Estaba sin más en un maravilloso paraíso increíble de la noche.

El resoplo de su aliento perfumado danzaba en mi oreja.
De pronto, de entre aquellos gajos de melodías de miel,
la marimba desgaja una oleada de románticos boleros.
Solo habré de decir que…

¡Nunca habrá un poema tan perfecto como el de aquella noche!

Selección de textos. Roberto Cifuentes

Artículo anteriorEntrevista a Michel Foucault: El poder, los valores morales y el intelectual
Artículo siguienteSchopenhauer. Una biografía