René Arturo Villegas Lara
Hay una novela de un abogado español que resultó ser un buen escritor, que escribió una novela ligera que tituló “Y al tercer día resucitó”, en la que narra la historia de un monaguillo, sacristán decimos aquí, que, bajo los efectos del vino de los curas de la iglesia del Valle de los Caídos, tal era la “juma” que se cargaba, que se quedó tieso cuando vio que se abría la tumba de Franco y el generalísimo salía de la caja, espada en mano, dispuesto a reordenar lo que se había desordenado. “No se os puede dejar solos” dicen que decía durante sus largas décadas de despotismo. Pues bien: eso de que el sacristán se toma el vino del padre detrás del altar mayor, ya es historia conocida. Y en Taxisco, que es pueblo vecino de Chiquimulilla, a un sacristán, quizá borracho o con una cruda más grande que el canal, vio que en el pecho del Cristo Negro de Esquipulas de Taxisco, estaba dibujado el rostro de la venerada imagen de manera brillante, que uno podía ver desde la puerta del atrio. La noticia se regó como relámpago de mayo a la orilla del mar, y cuando los taxistecos vinieron sentir todo el pueblo estaba invadido de fuereños que llegaban del Salvador, de Tapachula y de los pueblos y aldeas vecinas. Todo mundo quería ver el rostro que la imagen tenía y que era visible del ombligo para arriba. Y por supuesto, los noveleros de Chiquimulilla, no esperamos que llegara el 15 de enero, que es cuando se celebra la romería, y ya fuera a caballo, en mula, a pie o en camionetas y camiones, recorrimos los pocos kilómetros que nos separan de Taxisco, en la carretera de tierra que recién había inaugurado el gobierno del doctor Arévalo. El pueblo se quedó desierto; todo el mundo se fue ver el milagro. Eso fue como en 1948 y yo recuerdo que como patojo también novelero, me agarre de las faldas de mi tía Elena y nos fuimos a ver el milagro del rostro del señor de Esquipulas de Taxisco. Y de verdad, porque aún no me había llegado la edad de las cataratas, yo vi muy clarito que el cristo tenía reflejado en el pecho todo su rostro, hasta con la corona de espinas. La nave del templo colonial era insuficiente para contener a todo el gentío que llegó de cuantos puntos cardinales tiene la costa grande. Y como no falta el oportunismo comercial, a puros alborotos y conservas de coco logramos saciar el hambre, para luego tratar de regresar a los pueblos cercanos. Un camión, que no recuerdo de quién era, estaban llenándolo de gente como si éramos cuadrilleros, y cuando mi tía y yo tratamos de subir, el ayudante dijo que ya no cabíamos. El Camión, que se llamaba el Faraón, enfiló de regreso y cuando llegó a una vuelta cerrada en las orillas de Guazacapán, se le fueron los frenos y se fue a chocar en un paredón como de cuatro metros de altura. Y contaban que los que iban adelante chocaron en el paredón y dejaron sus cráneos incrustados en el talpetate. Cuando nosotros pasamos en la camioneta de don Beto Valle, ya estaban recogiendo los heridos e identificando a los muertos. Recuerdo que en esa tragedia fallecieron tres vecinos de la Familia de Paquito Vásquez y el entierro fue conmovedor, porque el cortejo al cementerio tenía como cinco cuadras de vecinos. Mi tía me decía que nos había salvado el rostro del señor de Esquipulas de Taxisco, que permaneció visible por algún tiempo. Años después he pasado por Taxisco, pero el rostro como que se desvaneció. A esa vuelta del camionazo la gente la bautizó con el nombre de “La Vuelta del Faraón”; y aun cuando desapareció con la nueva carretera, yo siempre que pasaba por allí me santiguaba, por aquello de las dudas.