Jonathan Menkos Zeissig
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El 24 de febrero las noticias mostraban una tormenta de bombas y balas, chispeantes y ágiles, que rápidamente se transformaban en columnas de humo, como hongos gigantes, que abrazaban fábricas, edificios y caserones, destruyendo todo a su paso. La guerra parecía tan lejana, en patrias y paisajes desconocidos, y con personas de rostros diferentes a los nuestros, aunque tenían en común los gestos que guardan los sobrevivientes de las guerras civiles y los genocidios.
Común se ha hecho ver en las noticias a miles de ucranianos abandonar sus tierras para buscar asilo en otros pueblos cargando sus sueños y sus lágrimas. Pero, muy al contrario de la amarga realidad que vive la mayoría de migrantes americanos, asiáticos y africanos, los ucranianos sí han encontrado lo que es más civilizado y esperable: las puertas abiertas para su ingreso. ¡Ya quisieran los guatemaltecos, los salvadoreños, los hondureños, los haitianos, los subsaharianos, los afganos, los sirios y los iraquíes conseguir un poquito de ese cariño y esa solidaridad!
Había que hacerlo. Era inevitable. Nos intentan convencer la mayoría de los líderes mundiales que aparecen a diario en la radio, en la televisión y las redes sociales reforzando el mensaje. Hace algunos años se enseñaba que el comercio internacional sería la mejor garantía para la paz mundial. Ahora resulta que el comercio y las balanzas superavitarias son parte del conflicto global. La guerra se resuelve en dos o tres semanas porque Rusia no podrá aguantar, nos confiaban: más de 10 mil entusiastas sanciones provenientes de instituciones y Estados pesan hoy sobre la economía y el sistema financiero ruso, pero los mayores perjudicados no están en Rusia sino en el resto del mundo, afectados para el incremento generalizado de los precios ante la insuficiente oferta mundial de gas, petróleo, fertilizantes, hierro, aluminio, cobre, plomo, trigo, aceites, pollo, pescado y otros alimentos. Al terminar 2021 en el mundo había aproximadamente 760 millones de personas padeciendo hambre. En 2022, en los silos de Ucrania y Rusia se pudren millones de toneladas de trigo que anticipan más hambre. Soluciones globales habrán, pero como con las vacunas contra el COVID-19, los ricos de los países ricos y los ricos de los países pobres, se servirán primero. El resto tendrá que aguantar.
Ayer decía António Guterres, secretario general de las Naciones Unidas, que, para cumplir en todo el mundo con la Agenda de Desarrollo Sostenible, de aquí al 2030, hay que invertir anualmente 4.3 billones de dólares. Pero no hay dinero suficiente en este mundo para erradicar el hambre, la pobreza, la ignorancia, la enfermedad en todos los confines de la Tierra. O, más bien, no hay interés porque si revisamos los diez mayores presupuestos de defensa -Estados Unidos, Rusia, China, Reino Unido, Alemania, India, Japón, Corea del Sur, Arabia Saudita y Australia- resulta que en un año (2021) suman 1,506.2 billones de dólares, es decir, 350 veces el monto necesario para los ODS. Si estas potencias destinaran el 0.28% de su presupuesto militar a construir la paz global a partir del desarrollo de todas las personas, el mundo sería muy diferente al actual. En todo caso, quién de los marciales líderes mundiales -o de los empresarios que representan- escucha hoy a António Guterres o está verdaderamente interesado en el cambio climático, en la democracia global o en el desarrollo. Todo apunta a que en el futuro será más importante ser miembro de la OTAN que de las Naciones Unidas.
Inevitable recordar la canción Agualuna, del chileno Fernando Ubiergo, ganadora del primer lugar en el Festival OTI de la canción, en 1984: «¿y de qué lado quedaremos cuando llegue el final?». Como lo revelan guerras pasadas: hagan lo que hagan, las mayorías en Guatemala y en cualquier parte del mundo, quedarán de lado de los perdedores, los empobrecidos, los que verán limitados sus derechos y libertades.
Malditas las guerras, sus instigadores y su codicia.