Mario Alberto Carrera
Vuelven las mascarillas y acaso otras medidas represoras de un pasado cercano –inmediato- que se ha creído -demasiado pronto- pretérito.
Se pensó, en un principio, que esto sería un colosal ramalazo y que después del dolor y el ardor del golpe todo sería pasajero y superable porque el virus no era posible que fuera tan insidioso y miserable. ¡Y resulta que lo es!
Hay dos partidos frente a esta hecatombe de la humanidad, esto es, encarados a la tragedia de la peste: el de los optimistas que creían que todo ha terminado ya (y en algunos países así lo viven) ¡y se revuelcan febricitantes en el Mediterráneo estival! Y el de los pesimistas –al que me adhiero sin pena ni vergüenzas- que creen que “esto” (que el fenómeno mundial que nos aherroja como la guerra de Ucrania) podría ser una batalla congelada en el espacio y en el tiempo.
Siempre dije a mis allegados –pero también a usted lector en varias columnas- que el virus de la pandemia podría quedarse para siempre –que la Tierra le resultara muy cómoda y conveniente- y que era mejor habituarse -a su terror- con muchísimos cuidados, precauciones y escrupulosidad. Pero resulta que yo contradictorio como pocos (milagro no me han tildado de bipolar) no prediqué con el ejemplo y no me he habituado ni acaso me condicionaré.
Es muy difícil vivir rodeado de una enfermedad que puede ser muy insidiosa: sumamente mortal, sobre todo cuando se es mayor. Es como vivir en una pequeña isla rodeada de escorpiones y de serpientes y no pensar en la muerte inminente: la de uno mismo, la de su humanidad frágil y temerosa.
Los grandes gigantes que se enfrentan al inerme humano son la enfermedad, la vejez y la muerte, pero también la pobreza. Así los esbozó (en distinta clave) Gautama Buddha que meditó mucho sobre lo que más tarde se llamarán situaciones “límite” del hombre, dentro de la filosofía de Jaspers.
Dos de ellas son la enfermedad y la muerte. Dos de los cuatro gigantes del alma que apabullan al hombre y lo hacen polvo, es decir, nada. Lo trituran en vida hasta dejarlo jadeante y ansioso. La enfermedad y la muerte, dos de las situaciones “límite” de que nos habla Jaspers se denominan así porque ante ellas el hombre ha llegado a sus límites, a los límites de la lucha humana. Después de este límite se instala la derrota y tras la derrota sabemos que hemos perdido la batalla y acaso también la guerra.
Ante lo contrario de estas dos amenazas: enfermedad y muerte se presenta airosa -y casi siempre frívola y veleidosa- la salud. Ella es el bien de los bienes: el bienestar en persona.
Pero encarados al fenómeno mundial de la pandemia la salud se escurre como niño encontrado en falta y sin excusa ante el pecado.
Esta es la cartografía que cruel y clara se dibuja ante nuestros ojos: la de El Castillo kafkiano ante el que no podemos acceder pero tampoco retroceder porque sería como querer salirnos (sin equipo especial) de la nave Tierra -que a través del espacio- nos conduce a todos por una navegación que, a la par que undívaga, es expuesta y arriesgada.
La vida es aventurada y no tiene augurios protectores. De cara a esta renovada orden de ¡todos con mascarillas!, en el sitio que sea y ante quien sea, el dolor agudo en el costado retoña y de nuevo un vacío silente y cimbreante se atisba en el bajo vientre. Es el miedo pánico que, ante la enfermedad y la muerte inminente, experimenta el hombre.
Y el dolor más grande y la situación límite más pavorosa que sentimos es la de la condena (para seguir subsistiendo: todo un dilema) en la inmensa y tenebrosa nave que llamamos Tierra (cárcel y paraíso). Por eso digo que es como en la novela El Castillo de Kafka, una situación irrenunciable, conflictiva y aflictiva. Una Vía Dolorosa.