Adolfo Mazariegos
He visto llover casi todos los días. A veces lluvias torrenciales, a veces lloviznas leves de las que humedecen el asfalto y las cornisas donde suelen refugiarse sueños y anhelos y promesas por cumplir. La lluvia, suerte de eslabón perdido entre los paisajes de la poesía y de los vastos recovecos de lo incierto, de lo inexorable, de los duelos inesperados que se asoman por una ventana y que se llevan consigo quizá todo el hogar, por la pendiente, por las laderas lisas y frágiles ya desgastadas que, sin quererlo, arrastran todo hacia el vacío, hasta el fondo de un barranco quizá, o hasta las orillas de algún río donde ya no hay nada, donde se terminan los caminos y los pasos porque ya es imposible cruzar.
He visto llover casi todos los días, por las tardes, por las noches, en las horas de la madrugada cuando empieza la jornada de ajetreos y de noticias en alguna desvencijada radio lejana, al compás del clin, clin, clin, de gotas persistentes que te horadan los sentidos como pertinaz recordatorio de que la piedra también se puede erosionar, desgastar, y consumir.
Justo ahora, por la ventana, veo el cielo de hormigón a punto de caer sobre las montañas, a lo lejos, sobre pueblos o caseríos que no conozco y donde tal vez nunca caminaré, donde tal vez alguien estará pidiendo que ya no llueva, que deje de llover, que salga el sol y que le dé una tregua a su amada tierra ya saturada, para empezar de nuevo mañana, para no perder la esperanza de que siempre hay un futuro mejor cuando se lo imagina y cuando se trabaja para alcanzarlo… Y llueve… Y yo me siento afortunado de ver llover cuando aún no ha caído la noche, ese manto oscuro de terciopelo que lo engulle todo cuando ha llegado la hora en el reloj, cuando aún puedo sentarme a ver por la ventana recordando y reflexionando en que también hay lugares donde el agua es muy escasa, donde nunca llueve, donde las costras de la tierra se consumen a sí mismas para repetir el ciclo de la espera y de la ingrata resignación una y otra vez, hasta el cansancio.
He visto llover casi todos los días. Afuera llueve a cántaros ahora, de hecho, como si de pronto las nubes se hubieran puesto de acuerdo para dejarse caer al mismo tiempo sobre la ciudad y sobre las montañas y sobre los pueblos, para mojarlo todo, para cubrirlo todo como un velo de agua helada y pesada que a unos les resulta de tanto alivio, y a otros les supone desazón y angustia repetida… Llueve, y ahora sólo puedo espiar el horizonte gris, lejano.