Víctor Muñoz
Premio Nacional de Literatura

Doña Lola cayó en cama definitivamente.  Es que ya estaba ancianita y llena de achaques.  El médico de la familia, viejo y sabio, la fue a ver y sólo le recetó medicinas para que pudiera soportar en mejor forma sus últimos días; pero como todo el mundo mete su cuchara en lo que no le incumbe, aunque se debe hacer la aclaración que en estos casos nadie actúa de mala fe, uno de los vecinos dijo que sería muy bueno tener una segunda opinión.  Don Mario se ofreció para llamar a un médico, conocido suyo, que, según dijo, había hecho sus estudios en la India; explicó que cuando examinaba a sus pacientes se ponía como en onda y aseguró que había sanado a una señora que estaba mucho peor que doña Lola.  Y efectivamente, esa misma tarde se apareció el médico que se llamaba Sandalmaramartrikirsha (o algo así) Pérez.  El hombre usaba un turbante rojo, un gran anillo en el dedo meñique de la mano izquierda, tenía la nariz ganchuda como la de un judío y la mirada penetrante.

-No hay problema -dijo-, yo la sano en dos semanas, pero eso sí, lo primero es el buen ánimo.  A ver usted -le espetó al marido de doña Lola, -quiero que se quite la cara de enterrador que tiene; póngase de buen semblante porque de lo contrario la señora se va a morir, pero no de la enfermedad, sino de verlo a usted con esa cara de funeraria.

En seguida ordenó hacerle a doña Lola una serie de exámenes que de todos modos no se le pudieron hacer porque la pobre señora ya no se levantaba ni siquiera para ir al baño, mucho menos iba a estar en condiciones de ir hasta el laboratorio, que quedaba por el centro. Mientras tanto, su buen marido decidió que el médico tenía razón en lo del estado de ánimo, por lo que cuando los vecinos se lo encontraban en la calle y le preguntaban qué tal seguía la enfermita, él les respondía, poniendo cara de pascuas, que sí, que postradita, que sus medicinas, que el médico, y que esto y lo otro.  Y luego exhibía la sonrisa más animosa y alegre del mundo. La gente interpretó tal actitud como una grosera monstruosidad y comenzaron a hablar pestes del buen hombre.  Cuando doña se Lola murió, nadie acudió a darle el pésame ni lo acompañaron a enterrarla; de ahí en adelante jamás le volvieron a dirigir la palabra y cada vez que se referían a él lo hacían diciendo que se trataba de un hombre verdaderamente desalmado.

¡Ah, ingratos!

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