En ese tiempo, en Chiquimulilla no conocíamos la variedad de carros que hay ahora. Sólo llegaba un camión que no tenía portezuelas por ningún lado, propiedad del barbudo de don Rafael Garzaro, quien juró quitársela hasta que le vendieran buenas llantas, hasta que le llegó a la altura del ombligo. Recuerdo que para ir a Cuilapa por alguna diligencia administrativa, había que usar ese camión y a las dos o tres personas que cabían en la cabina, los amarraba con un tira de lazar vacas, para que uno fuera a parar hasta la misma orilla del río de Los Esclavos, cuando se pasaba por el barranco del Imposible. Y aquel camión hecho de puro acero, como eran los de antes, metiéndose entre el potrero, los arenales del río hasta que se llegaba a Cuilapa. El único automóvil que conocíamos era un Pakard descapotado de 1937, propiedad del licenciado Octavio González, dueño de la farmacia que atendía don Adán Martínez, y que lo sacaba sólo cuando se iba a ver su finca El Obispo.
Pero, no es ese el tema de esta memoria, sino cómo eran los casamientos de antes. Para principiar no había carros, nada de que los novios llegaran al atrio de la iglesia en algún alargado vehículo negro; no, a pura “pata” iban los novios, la novia adornada con esa planta rara que se conoce como “velo de novia”, los padrinos cadena y anillos en mano para enlazarlos antes que dijeran que si se amarraban para siempre cuando el cura lo ordenara, y un montón de invitados con sus trajes de domingo y las mujeres luciendo polvos Max Factor y el infaltable rouge que le compraban a Chusitán en su tienda del mercado.
Chusitán era un indígena de Totonicapán que llegó de comerciante ambulante y se quedó hasta la muerte. En verdad se llamaba Jesús Sitán; pero, la gente juntó nombre y apellido y se le llamaba Chusitán. Y los cortejos desfilaban por las calles y si era para la feria, atrás iba la banda de Ixhuatán tocando cualquier corrido, incluyendo el de Juan Charrasqueado, más un chorro de patojos noveleros que aún no entendíamos eso de casarse.
Matrimonios famosos que recuerdo fueron los de Marcelino Gofue doy y Evangelina Godoy, vecinos del barrio Champote, arribita de los tamarindales. Marcelino, fue eterno trabajador del almacén Los Leones, de don Alfonso León. Después se independizó y se dedicó a tractorar tierras propias y ajenas. Evangelina era una mujer trabajadora y también la conocíamos como Chelina. Ese casamiento fue de lo más alegre que recuerdo. Como doña Marcelina, la mamá de la Chelina, era de las mejores cocineras del pueblo, además del parrandón, sirvieron caldo de gallina de patio, con abundante culantrón (Samat le llaman en Cobán) y pusieron como cuatro chompipes rellenos que dejaron repletos los buches de los invitados y los de los patojos metidos que nos sentamos en la larga mesa con manteles y banderitas de papel de china, ensartadas en unas grandes tortas de pan de yemas que se las encargaron a don Lalo Sales, el mejor panadero del pueblo.
La fiesta principió al mediodía y voltearon las ollas como a la seis de la tarde. El otro casamiento que recuerdo con nitidez, fue el del “paisa” Enrique De León y mi prima Alicia Lara. Don Quique era salvadoreño y llegó al pueblo como mecánico dental de un odontólogo graduado, lo que fue una bendición porque antes como no había quién, las muelas las sacaba don Julio Solórzano utilizando un alicante de herrero. Él decía que había aprendido cuando fue soldado en la guerra de Regalado. Cuando el doctor se fue del pueblo, don Quique se quedó con la clínica y con mucho éxito, que después se la dejó a mi sobrino Quiquito. Pues bien, ese fue un casamiento de mucha bulla y la fiesta fue en un salón grande que quedaba en el primer nivel del edificio de madera que tenía mi tía María Dominga Lara y que fue conocida como Pensión Lara; allí funcionó el billar y la sastrería de Lito Alemán. Hubo marimba, se sirvió champagne y dieron un buen almuerzo.
Mi prima Alicia era una mujer muy bonita y agraciada jugadora de basquetbol con doña Corona Segura. Este fiestón lo recuerdo porque Enrique, que tenía buena voz, cantó a todo pulmón, ese viejo bolero que dice: “Por qué no han de saber que te amo vida mía, por qué no he de decirlo si fundes tu alma con el alma mía…” Y toda la concurrencia aplaudió al cantante acompañado de la marimba de don Lencho Colindres.
Ahora ya no hay casamientos extraordinarios. Principiando porque nadie se casa; se junta al natural. Además, abundan los carros, ya no hay cortejos ni almuerzo ni nada y nadie se da cuenta que hubo casamiento. El mundo hace ratos que está cambiando y cambiará más… ¡Cómo han pasado los años!