Mateo Echeverría
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Twitter: @Mateoechev
Leo la siguiente frase de María Inés García Canal, “El sujeto resiste desde el mismo momento en que es arrojado al mundo, es en la resistencia donde se elabora como tal”, y vuelvo a los días cuando miraba la vida con menos de un metro de altura. Mi mamá suele contar –cuando comparte lo que está registrado en su memoria y en mi olvido– que desde niño solía enfrentarla con un NO o un POR QUÉ. Pequeñas resistencias como afirmaciones de picardía, travesuras, cuestionamientos que nos hacen ser quienes somos. “No” y “por qué” fue lo que repetí en el colegio, en casa, en la iglesia. Algunas veces como confrontación, otras como silencio reflexivo, pero muchas más como actos “indebidos”. Salí de casa, me inventé la ruta, construí el norte, abandoné el país. Un lugar de asfixia en donde la pillería y la transgresión constituían un gozo y placer, en la imaginación se desenvolvía la sagacidad de un adolescente osado.
Más adelante tocó volver –Volver implica demasiado– y vine a un país sin cambios, con el tufo de una habitación que llevada cerrada desde siempre sin aires nuevos. No solo la infraestructura era idéntica –un panorama horripilante que estamos obligados a ver a diario– sino lo que subyace, bordea y limita: las ideas, conversaciones, normas, costumbres. Lo permitido, lo decible, lo pensable. Una forma de amar, decir, ser. Sin embargo, junto al movimiento del 2015, volví a experimentar relaciones de resistencia y gozo que ansiaban la transformación colectiva encarnada en los coreos de la plaza.
Y aún no ha terminado aquello, pues los finales son artificios de la literatura, y en la continuidad las resistencias se multiplican.
Hace poco una persona muy querida me dijo que tenía que ser más irreverente. Y es verdad, noto el peso de los años sobre los hombros –la necesidad de agradar, evitar la precariedad– y acepto la normalización de mis comportamientos. En la complacencia. En la autocensura. Sin embargo, hay tanto que falta por decir, relaciones por establecer, tantas que requerimos de poetas, artesanos de la palabra, para fundar y apalabrar las comunidades que nos esperan. La derecha suele decir con su arrogancia habitual que las propuestas son utópicas e irreales, pero en los hitos históricos suele habitar más imaginación que realidad.
Noto la desesperanza y desesperación en el ambiente, pero también su potencial creativo. En clase leímos enardecidos La resistencia de García Canal, el texto al que pertenece lo anterior. Si “La resistencia está siempre presente en la relación de poder”, el poder no solo nunca es absoluto, sino que lo estamos continuamente burlando. Sería equivocado pensar que el poder está más fortalecido que antes. Al contrario, ahora que se muestra desnudo con mayor represión es debido a su fragilidad y a que sus días están contados. Tanto es así que el poder seductor, quizá el más efectivo por invisible, ya lo ha perdido el statu quo.
En clase compartí una reflexión desoladora sobre el movimiento del 2015 y la catedrática regresó con una interrogante. Piensen qué no se dijo durante las protestas, qué se ocultó durante la lucha contra la corrupción, qué calló la plaza. Allí siguen las resistencias, continuó la catedrática, como redes y nudos dinámicos, y volví a recordar “No hay una resistencia sino resistencias, múltiples y variadas: posibles, necesarias o improbables; espontáneas, salvajes o concertadas y organizadas; solitarias o gregarias; rastreras, violentas o pacíficas…”, a pesar que algunos pretendan cristalizarlas y uniformarlas.
El conservadurismo es un lastre en Guatemala. Mi cuerpo se tensa frente a los protocolos y las buenas costumbres en los que hay que aprender a moverse de manera furtiva entre rendijas y cortesías vacías. Una forma de amar, una forma de ser, una forma de relacionarse. La educación fue aprender saber qué callar y qué no hacer, en lugar de libertad y su responsabilidad. Cuántas de esas reprimendas fueron: eso no es de hombres, eso no es de católicos, eso es de choleros. Ahora estas dinámicas se replican en grupos progres cuando te silencian por no pertenecer a determinado colectivo. Una normalización que determina en función de una supuesta esencia, ya sea de género, moralista y de clase. Supongo que por ello siempre valoré las expresiones incómodas, tanto porque decían lo que no me atrevía, como porque hacían visible las tensiones que suelen pasar invisibles por naturales y obvias. Hay que romper, tensar y pensar.
Lo conservador tiene al inmovilismo y al silencio mientras que la resistencia se establece desde la diferencia y se constituye como tal. El libro de Alejandra Colom, Disidencia y disciplina, muestra cómo los chismes y las relaciones tóxicas chapinas –no solo de dependencia económica– funcionan como mecanismos de control y sometimiento. Los chapines se vigilan entre ellos, fisgonean, husmean, moralizan. El conservadurismo es reactivo, mira al pasado como un ideal que quiere hacer eterno, mientras la resistencia ve el pasado como el lugar del olvido desde donde pensar el futuro.
Y si vamos al olvido, regreso a sus cajones, dos libros que leí relacionados al REHMI y al asesinato de Monseñor Gerardi. A pesar de ser eventos de antes de ayer, tanto el documento como el asesinato son ampliamente ignorados. El arte del asesinato político es un libro muy conocido con su propio documental por lo que no diré más, pero resalto Insensatez de Castellanos Moya porque es un texto magnífico, gracioso, y aterrador, en el que el corrector del informe transcurre por paranoias porque sabe que las estructuras de la guerra siguen activas y ocultas detrás de la legalidad democrática. Y allí siguen, sin necesidad de esconderse.
Uno de los libros empieza con la muerte de Monseñor y el otro finaliza con ella, aunque, como dije, no termina porque Monseñor sigue vivo desde su testimonio que recoge el olvido. Como dice García Canal, “La resistencia, entonces, al ser recuerdo del olvido, se empeña en contraer el pasado en el presente para hacer de este tiempo una contracción, un contra-hecho, un tiempo futuro.”