Luis Enrique Pérez

En mi experiencia de profesor universitario me ha impresionado un notable atributo de algunos estudiantes. El atributo consiste en tener un vocabulario tan escaso, que equivale a una miseria léxica. Es una miseria léxica activa (constituida por el conjunto de palabras que frecuentemente usa el hablante) y pasiva (constituida por el conjunto de palabras que el hablante no usa frecuentemente, pero cuyo significado conoce). Esa miseria merecería más la vergüenza del alumno que la pena del maestro.
El estudiante léxicamente miserable puede llamarle “palabra difícil” a aquella cuyo significado ignora. Quizá pueda llamarle “palabra fácil” a aquélla cuyo significado conoce. No hay, sin embargo, semánticamente, palabras que sean difíciles, o palabras que sean fáciles, sino palabras nuevas cuyo significado se ignora, y palabras viejas cuyo significado se conoce. Llamarle “difícil” a la palabra cuyo significado se ignora es un torpe recurso excusatorio.
Empero, más que la misma miseria léxica de la mayoría de algunos estudiantes, me ha impresionado el escaso interés en aprender el significado de nuevas palabras. Aparentemente el interés es tener un vocabulario constituido por el menor número posible de palabras, como si el estado léxico ideal fuera el ridículo balbucir, o la mudez absoluta. Entonces, por ejemplo, no se lee aquello que tendría que ser leído, sino sólo aquello que, con un mísero léxico, puede ser leído.
Precisamente a causa de esa miseria léxica surge una miseria conexa: la ineptitud de comunicarse eficazmente mediante las palabras. Por obra de esa ineptitud, los gestos pueden adquirir una importancia tal, que el sonoro hablar tienda a ser sustituido por el silencioso señalar. No importa que las cuerdas vocales se atrofien, o que, en la cavidad bucal, la lengua repose como un absurdo cadáver, o que los labios sean muros que mantienen prisionero al sonido vocal o al sonido consonante. Tampoco importa, entonces, que se forme la sílaba, surja la palabra, se construya la oración, y el discurso enriquezca el acontecer del mundo. Quizá si el estudiante que sufre miseria léxica tuviera la opción de no hablar, jamás hablaría; pero ya que es necesario hablar, ansía emplear el menor número posible de palabras.
Las palabras son los instrumentos inmediatos del pensar. Por esta razón, quien padece de miseria léxica dispone de pocos instrumentos para pensar. Puede colegirse, entonces, que la miseria léxica es causa de miseria intelectual. Precisamente he podido comprobar que los estudiantes que exhiben el más pobre vocabulario, generalmente exhiben también una pobre aptitud intelectual. Inversamente, quienes exhiben el más rico vocabulario, generalmente exhiben también una rica aptitud intelectual. Es una correlación sensatamente sospechable entre vocabulario y aptitud intelectual.
Algunos profesores universitarios también padecen de miseria léxica, y a causa de ella no desafían al estudiante para que aprenda nuevas palabras, sino que fomentan su miseria léxica. Esos profesores hasta poseen un léxico inferior al léxico estadísticamente normal (que puede comprender, por ejemplo, tres mil palabras), y así contribuyen exitosamente a degradar la educación superior, o a convertirla en un instrumento de inicua involución lingüística.
Un léxico más rico contribuye a incrementar las posibilidades de pensar, hablar y comunicar del estudiante. Por eso mismo, un léxico más rico es un medio para que él logre más eficazmente sus propios fines, incluidos fines teóricos (por ejemplo, comprender una obra científica), prácticos (por ejemplo, describir un proceso técnico), o estéticos (por ejemplo, disfrutar de una obra literaria).
Post scriptum. El estudiante mismo debe procurar el enriquecimiento de su propio vocabulario, y huir de la miseria léxica como si ella fuese un síntoma inquietante de mediocridad académica, o un indicio de pobreza intelectual, o una manifestación de persistencia triunfal de una primitiva comunicación simiesca.

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