Isabel Pinillos
Alrededor de Montgomery, en donde Martin Luther King impulsó hace sesenta años las marchas pacíficas en pro de los derechos de los afroamericanos, viven hoy decenas de miles de guatemaltecos en pequeños poblados esparcidos a lo largo del estado de Alabama. En uno de ellos el akateko Miguel Pascual desenrolla cuidadosamente sobre el piso una alfombra, o “carpeta”, como allí le dicen. Cada lienzo ha sido cortado para encajar en los mil pies cuadrados de la Iglesia donde se instalará. El oficio lo aprendió décadas atrás, cuando llegó a ese país con una cédula de vecindad que afirmaba su mayoría de edad, aunque apenas había cumplido 16. Miguel necesitaba trabajar para mandar dinero a su madre y seis hermanos. Esa cédula fue validada cada cinco años cuando el consulado móvil visitaba su comunidad para extender pasaportes. Sin embargo, ahora ya no puede revalidarlo, pues la nueva ley le exige su certificado de nacimiento de Renap, el cual viene con dos años de menos. Miguel ha quedado indocumentado de su propio país.
Llegar a Estados Unidos tiene su precio. Además de la falta de documentación, existen otras problemáticas que deben atenderse que abarcan desde la atención consular, violaciones de derechos por causa de la discriminación étnica y la falta de representatividad y ejercicio del voto en el exterior, por sólo mencionar algunos en el país de destino.
Pero sin lugar a dudas, se teme que las violaciones más dramáticas ocurren no en el país de destino, sino en el de tránsito. México es una de las rutas más peligrosas y son tantas las violaciones a derechos humanos que quedan impunes, que ni siquiera se pueden computar. Además de la exigencia de que se respeten los derechos humanos de nuestros connacionales por los países de tránsito a través de acuerdos entre los países, es necesario que se impulsen políticas públicas desde nuestra sociedad civil para que tengan efecto en el exterior.
A pesar de que existen grandes necesidades de los paisanos que deciden partir de su tierra, éstas continúan siendo ignoradas por organizaciones cuyo fin es velar por sus causas, habiendo migrantes que se quejan aduciendo que éstas no los representan, y que a pesar de contar con el financiamiento se vuelcan a otro tipo de intereses.
Es indispensable que los recursos otorgados para la protección de los migrantes no sean desperdiciados, pues en años de trabajo no han logrado concretar cambios de fondo que favorezcan a la población afuera de nuestras fronteras. Es necesario comprender que casos como el de Miguel no son aislados, sino son una tendencia que amerita ser reconocida por políticas públicas.
Al entender la migración como un derecho humano, no podemos obviar tres realidades: 1) la migración no es un delito; 2) los que deciden partir no lo harían si existieran condiciones que permitieran una vida digna. 3) el Estado más que ver a los migrantes como sujetos de asistencia social, debe iniciar por garantizar sus derechos.
En este contexto, la Comisión del Migrante del Congreso se encuentra impulsando un nuevo “Código Guatemalteco de Migración”, que no cabe analizar esta semana, pero que deja un sabor de que una vez más, se han ignorado los temas de vulnerabilidad para el migrante, cuando este se encuentra en el extranjero.
Los retos que presenta la problemática de las migraciones son complejos, por lo que con más razón debe existir un esfuerzo mayor por escuchar las demandas que a gritos piden los que no tienen voz en el exterior.







