Hay mucho ruido en el ambiente y cada vez es peor. Las noticias, las redes sociales, la música, el cine, el streaming, el cotilleo de las calles… nada parece detenerlo. Todos parecen empeñados en captar nuestra atención en función de vendernos productos porque somos mercancía en un mercado que se nos cuela. El mundo se convirtió en plaza pública.
El efecto son los nervios, la sensación de no estar al día, la pesadumbre de estar fuera por la incapacidad de nuestro lenguaje, por estar excluidos de lo que está de moda. Basta una semana de ausencia para sentirse extraterrestre, no se sabe el avance de la guerra de Ucrania y menos aún el último golpe criminal de los ladrones que nos gobiernan. Así de cruel puede ser nuestro mini retiro.
Es una cultura diseñada para la distracción porque decidimos que es la cura contra la vida. Vivir duele, por ello es mejor transitarla con audífonos, hay que llenarlo todo. El profiláctico debe aplicarse en dosis continua, en la cocina, en el estudio, en el patio, por las calles y en el carro. Nunca deben faltar las suscripciones que nos mantengan ocupados: Netflix, Spotify, YouTube… todo se vale con tal fin.
En esas condiciones olvidamos lo esencial, amarnos, reencontrarnos y cuidarnos mutuamente. WhatsApp no nos ha hecho mejores, no somos más tiernos con el advenimiento de las redes sociales. Al contrario, sirven para todo menos para estar presentes. Ni siquiera podemos decir te amo porque no lo sentimos, estamos ausentes, todo es distancia en el mundo interconectado.
También a los jóvenes les ha afectado, más allá de las dificultades hasta para hablar (ya no digamos para expresar sus sentimientos), les cuesta mantener la atención. Viven el nomadismo radical, son gobernados por el impulso de la dopamina que los esclaviza a la vagabundería sin fin. La situación se ha salido de nuestras manos.
La conspirafilia puede hacer pensar que la realidad es parte del ardid de la industria del espectáculo o el triunfo de la ideología del mercado, pero me temo que es algo más. También se debe a la fragilidad de nuestro carácter, la tendencia humana por lo frívolo, la determinación por lo fácil. Todo ha coincidido en la configuración de una personalidad débil, expuesta y manipulable en detrimento de lo humano.
No somos conscientes de ello, pero es esa dispersión o el ruido constante, como le llamé al inicio, parte de las causas de nuestra infelicidad. ¿Cómo serlo si no nos amamos? No nos llamamos, nos tocamos ni afectamos. Somos prescindibles, hemos sido cambiados por las redes, las noticias y los presuntos amigos (innumerables) de Facebook, Instagram y nuestros seguidores de Twitter y TikTok. Todo cabe ahí, menos nosotros.