Víctor Muñoz
Premio Nacional de Literatura
Sucedió durante una de las tantas presentaciones de libros a las que he asistido últimamente. El individuo era menudo, moreno y de aspecto frágil; además, lucía una calva incipiente que trataba de ocultar mediante la técnica de colocarse unos pelos desde un lado de la cabeza hasta el otro. Eso sí, había algo en su personalidad que lo hacía verse circunspecto.
Durante nuestra conversación jamás sonrió, muchos menos llegó a reírse abiertamente, aunque la verdad es que no tocamos temas que llamaran a la risa. Lo que ocurre es que, por su forma de conversar y de moverse, llegué a la conclusión de que el tipo no se reía nunca. Y es que hay gente que es muy festiva. Es decir, gente que siempre anda encontrándole el lado divertido a la vida; pero a veces, sin querer, por supuesto, ofende a cierto tipo de personas que siempre toman las cosas con absoluta seriedad, como era el caso del Sr. Salazar.
-Soy poeta y me llamo Cándido Salazar -me dijo-, y me gustaría tratar con usted un tema que me preocupa sobremanera.
Yo, dando muestras de elemental cortesía le dije que con mucho gusto.
Estirando un tanto el cuello y adoptando una actitud como de pose para fotografía, me dijo.
-He hecho un poema a cada uno de los pueblos, a cada uno de los volcanes, a cada uno de los lagos y de los ríos de mi patria y ahora estoy terminando una serie de poemas dedicados a la gloriosa gesta revolucionaria de octubre.
Le expresé mis felicitaciones y lo exhorté a seguir adelante con tan loable tarea. Como se me quedara mirando fijamente sin decir nada, comencé a sentirme incómodo. La verdad es que de pronto me encontré con que ya no había tema que tratar, y no sé por qué, pero experimenté cierta sensación de angustia, por lo que se me ocurrió preguntarle si trabajaba el soneto, la rima métrica o el verso libre.
-Vea –me respondió-, hay ciertos detalles de mi trabajo poético que no deseo revelar.
Y dicho esto adoptó una postura más solemne todavía. Mi intriga pasó a ser inicio de miedo. Llegué a sospechar que me había topado con un loco, por lo que dispuse cortar la plática cuanto antes. Estaba por explicarle que a lo mejor yo no era el más indicado para tratar los asuntos de sus angustias, pero no me dio tiempo.
-De lejanas tierras he venido, he surcado los mares profundos, he bregado por todos los mundos, buscando a mi vida el sentido. Mis pies han reconocido la comodidad de las muelles alfombras cortesanas, mis ojos han visto el batallar ineludible de los hombres que trabajan, que construyen, que con sus manos levantan el edificio de la ciencia y de las artes. ¡Oh Atenas, la invencible Atenas! ¡Oh París, el de la luz, la moda y los perfumes! ¡Oh Nueva York, monumental y siempre escandalosa! ¡Oh San Raimundo y su feria enebrina…! La poesía, mi dilecto amigo, es el arma que empuñan los dioses; es el lenguaje corriente de los privilegiados que son dueños de la luz del Universo. La vida es mera poesía desde su misma concepción, así como lo es la misma muerte ¡Ah, la delicia de la poesía! ¡Ah, el deleite que sus efluvios brindan al rico y al menesteroso! El poeta es la luz que ilumina todos los caminos, ¿oyó?, todos los caminos. La única cosa que el mundo necesita es poesía y nada más, mi amigo.
Y habiendo dicho tales cosas se quedó tieso, como si de una estatua se tratara. Comprendí entonces que era urgente dejar su compañía.
-Solo una cosa más -me dijo, poniéndome su mano sobre mi hombro, -solo una cosa-, quiero que me haga el favor de indicarme hacia dónde puedo dirigir mis pasos para registrar mi obra poética.
Como yo no comprendiera su pregunta, le pedí que me explicara qué era lo que realmente deseaba.
-Lo que necesito es registrar mis poemas en alguna parte para que no me los vayan a plagiar, ¿me entiende?
Tuve la intención de echarme a reír, pero tal como anotado arriba lo tengo, el hombre no era dado a la risa, por lo que me aguanté las ganas y tuve que confesarle que la verdad era que no sabía a dónde podía dirigirse para llevar a cabo su propósito; sin embargo se me ocurrió preguntarle por qué le preocupaba tal cosa.
-Vea, lo único que tengo en la vida son mis poemas. No tengo ninguna otra cosa que mis poemas, pero como usted bien sabe, vivimos en un medio en el que la gente se roba cualquier cosa. Es por eso que necesito cuidarme las espaldas.
De pronto comprendí, y hallé razonable, el motivo de su preocupación, por lo que le dije que no tuviera pena, que me dejara anotado en un papel su nombre y su dirección y que con mucho gusto, en cuanto yo supiera a dónde podría dirigirse para llevar a cabo su tan urgente trámite, se lo estaría comunicando. El hombre extrajo de la bolsa interior de su saco una libretita, y de manera sumamente ceremoniosa arrancó una hoja, anotó en ella sus datos y me la entregó.
-Le encargo mucha confidencialidad –me dijo, en voz tan baja, que me obligó a agacharme para poderlo escuchar.
Y desde entonces ando con la cosa esa de averiguar qué puedo hacer para ayudar al buen hombre pero nadie sabe nada y es más, cuando toco el tema la gente se me queda mirando como si yo fuera el que estuviera loco.
Hay cosas que la gente debería tomar un poco en serio. Digo yo