Juan Fernando Girón Solares
Segunda parte
Tan…¡ Tan…¡ Tan…¡ La secuencia de las campanadas del viejo reloj de pared de la Sala, que sonaron en número de seis, regresaron abruptamente al presente a Raúl. Eran las seis de la tarde, la hora del ángelus y luego del rezo del Rosario desde Santo Domingo a través de Radio Estrella. Era el instante preciso de abandonar el dormitorio, dirigirse precisamente a aquella parte de su residencia, y camándula en mano, dirigir sus plegarias para dar gracias por otro día más de vida, por la familia y sobre todo por la salud. Concluidas las oraciones y sus letanías, el devoto abuelo retornó a su dormitorio, y mirando fijamente al incensario, se volvió a dirigir al pasado, y a aquella tarde de Viernes Santo con don Chema y su grupo de amigos y colaboradores en el Santo Entierro de El Calvario. Nuevamente, no pudo soportar la tentación de dirigirse a su armario, extraer su añeja túnica de color negro, acercarla a sus fosas nasales y aspirar con tono romántico el aroma profundo al incienso, que no es otra cosa que el aroma a verdadera Semana Santa.
Y así, al cerrar sus ojos, se vio de nuevo en la histórica dieciocho calle sur de la Ciudad de Guatemala (no se conocía la numeración actual de las direcciones, debido años después al ingenio de Aguilar Batres), la calurosa tarde de un Viernes Santo del ayer. El humo de los incensarios y especialmente el de plata maciza que el muchacho movía a ritmo acelerado, tratando de imitar a sus compañeros para que la llama se apagara, contrastaba con las instrucciones de don Chema: “LEVANTÁLE LA TAPA PARA VENTILARLO, Y LUEGO CERRÁS DE GOLPE”. Era la instrucción de aquel experimentado cucurucho.
Con la dificultad propia de la prueba y error que todos afrontamos por primera vez, las manos inexpertas del infante trataban de seguir las órdenes que recibía; pero qué remedio, don Chema tomó el incensario en sus agrietadas manos, y luego de levantar la tapa con las cadenas, cerró aquel objeto y le dio un golpe seco contra las lajas de piedra de la calle, lográndose por fin que se extinguiera la llama. Pero para sorpresa y admiración de Raúl, el humo característico y su exquisito olor, salieron en forma mucho más abundante y espesa del incensario, y la persona que lo utilizaba, a pesar de su corta edad y con el transcurrir de las cuadras, empezó como el lenguaje coloquial refiere, A TOMAR RITMO.
De esa manera, Raúl recordó el paso por la séptima avenida hacia el sur; la liberación del prisionero cuando el Santo Entierro pasó por el frontispicio de la desaparecida Penitenciaría Central; el cruce frente al parque Navidad para luego enfilarse por el Amate. Al pasar por este punto, el chico viró su mirada hacia la colina en cuya cúspide, se apreciaban los restos del que fue el histórico Fuerte de San José de Buena Vista, destruido años atrás por la Revolución del 20 de octubre.
Luego, el paso por la quinta avenida hasta la “Concordia”, donde cayó la tarde, habiendo adquirido el cortejo procesional un aspecto muchísimo más místico, pues el negro manto de la noche contrastaba con las túnicas de los caballeros y el vestido de las damas guatemaltecas que con su mantilla, acompañaban a la Santísima Virgen de Soledad. Raúl recordaba perfectamente cómo el cortejo, descendió por la catorce calle, pasando a un costado del Edificio de la Corte Suprema de Justicia y el Edificio de la Sanidad Pública, hasta la doce avenida, punto desde el cual se inició el retorno, en busca nuevamente del histórico Parque Concordia, el que fue coronado por la Procesión de la Parroquia de Nuestra Señora de los Remedios.
En varios sitios del trayecto, don Chema brindó las instrucciones de rigor, y el re-cambio y abastecimientos sucesivos de los carbones, ocote e incienso por parte de los “naveteros”, fue necesario para mantener aquella olfativa y agradable sensación, que a penitentes y espectadores les acercaba más a la imagen de su devoción. Justo es reconocer, que en varios tramos del recorrido, los ojos de Raúl se llenaron de lágrimas; no tanto por el sentimiento, sino por el efecto del exceso del humo que expelían aquellos plateados objetos, que hacían las delicias de los participantes y asistentes a la procesión.
Y así, la solemne Procesión del Santo Entierro de El Calvario, dejando atrás el histórico parque, se enfiló por la sexta avenida o calle “Real” como fue conocida por tantos años, para luego virar por la dieciocho calle a la altura del Mercado de “La Placita”, para finalizar en su templo que remata el graderío, al filo de las diez de la noche con treinta minutos. Y hasta que el cortejo llegó a su fin, allí se mantuvo el grupo de valientes incensarios, dirigido por don Chema y sus acompañantes, entre los cuales figuraba el nuevo devoto.
En la entrada, los padres de Raúl lo auxiliaron con un buen pan francés aderezado con sardinas enlatadas, curtido y un vaso de refresco bien frío, que al niño le supo a gloria. Y agradeciendo a don Chema por su guía y acompañamiento, procedieron a solicitar agua para apagar las brasas del incensario, descargando su contenido, y con brazos, muñecas y pies adoloridos, se retiraron de la Parroquia de Nuestra Señora de los Remedios, agradeciendo a Jesús y a la Santísima Virgen con una oración, santiguándose para dirigirse a pie a su casa del Barrio de Santa Cecilia. En el camino, Raúl aspiraba el olor a incienso de su túnica, recordando la devota jornada recién vivida, y el cúmulo de experiencias que difícilmente se olvidaría a lo largo de su vida, mientras su padre le ayudaba cargando el argentífero artefacto.
Un nuevo sonido lo hace retornar al presente. Se trata del riiiing característico de su aparato telefónico, el que se interrumpe con el característico ALÓ que da inicio a la conversación a distancia. A través del auricular, el gentil hombre escucha una voz femenina al otro lado que le dice: PAPA ¿? Y es motivo de gran alegría, el inicio de una conversación tendida con su querida hija Margarita. Platican de todo un poco, de la familia, de sus nietos, de las noticias del día y finalmente, de uno de los temas preferidos del devoto caballero de blanca cabellera: la proximidad cercana del miércoles de ceniza.
La noche de febrero ha entrado a pleno en el valle de la ermita, y por ende en los techos de las casas del histórico Barrio Moderno. Es hora de disfrutar de la cena, de seguir por el aparato la transmisión de un telenoticiero, y luego de dar gracias a Dios por el día vivido, nuestro personaje se retira a descansar. La luz de su mesita de noche tenuemente iluminaba al incensario, que como siempre, refulgente y dispuesto a servir al todopoderoso con sus exhalaciones de humo devoto, servían de marco perfecto para que el soñoliento hombre de tradición, hiciera memorias, memorias tan agradables de las Semanas Santas del ayer. Memorias que solamente quienes viven y entienden a los cucuruchos y las devotas cargadoras pueden esencialmente comprender y vivir.