Edmundo Enrique Vásquez Paz
A la política se le suele definir como el arte de hacer posible lo que es necesario. Necesario, naturalmente, en la esfera de lo público; lo que supone que abona, objetivamente, al bien social o a lo que la sociedad entiende como de propia necesidad y lo articula para que los políticos lo sepan convertir en realidad.
Es lamentable que, en nuestro país, a estas alturas no se cuente con ningún actor que sepa jugar medianamente en esa cancha del quehacer político que una nación requiere para desarrollarse derechamente: la ciudadanía -en su papel de Soberano- encargada de reconocer qué le conviene y de encomendarle a entidades responsables la tarea de hacerlo posible, ausente; y los que juegan el papel de ser los que han sido encomendados (¿cuándo?) para dirigir y tomar decisiones en su nombre (los así llamados políticos); ineptos y cínicos.
La reciente sanción de la “Ley para la Vida y la Familia” es un buen ejemplo de lo anterior. Un texto que se lo sacan de la manga (¿cuándo se conocieron los discursos y argumentos a favor y en contra de esa ley?) unos diputados ponentes que dicen interpretar una necesidad nacional (¿manifestada por quién y sustentada en qué cifras y en qué razones objetivas de conveniencia o inconveniencia nacional?), que no la saben sustentar legalmente (ilegalidades, inconstitucionalidades, inconsistencias con tratados y convenios internacionales ratificados por Guatemala), que, a saber de qué manera logran reunir a los 111 que votan a favor de su promulgación (¿?), en un escenario en que el natural y legítimo rechazo no lo realiza una ciudadanía medianamente organizada y perenne si no que un conjunto de personas y de grupos que se unen ante la coyuntura.
Prueba del aspecto relacionado con la fuerza ciudadana de sustento, se ve en la necesidad que se ha dado de recaudar firmas para poder demostrar el poder o peso que tiene. Algo que, seguramente no necesitaría hacer un determinado sindicato o gremial interesada en tal o cual cosa -recordemos el caso del transporte pesado cuando, antes de irse a un paro, puede mostrar un representante que habla por ellos y hace presentir el peso que tienen-.
Si nos quedamos con el caso concreto de esta “Ley para la Vida y la Familia” seguramente sea sano ensayar una breve respuesta que pueda ayudar a nuestros connacionales que se encuentran en el extranjero, a dar una explicación razonable cuando les pregunten sobre esta vergonzosa situación en la que se encuentra nuestro país.
La pregunta que se plantea es, concretamente, ¿cómo es posible que en Guatemala se esté legislando de esa manera, es que los guatemaltecos desean retornar al medioevo?
Probablemente, la respuesta adecuada sea:
No, no es así. Los guatemaltecos no pensamos así o…, más bien, no lo sabemos (¡!). En Guatemala nunca reflexionamos ni discutimos sobre asuntos profundos y, por esa razón, no sabemos qué nos interesa ni qué postura tenemos. Nos da miedo adoptar cualquier posición porque siempre pensamos que existen fuerzas que nos pueden adversar y nos etiqueten. Por eso, no nos organizamos (en Guatemala, los partidos políticos propiamente, no existen) y no articulamos de manera efectiva ninguna de nuestras necesidades o deseos. Por eso, los que formalmente nos representan, por ejemplo, en el Congreso, no pueden ser entendidos como mandatarios de la ciudadanía si no que de ellos mismos. Esto explica por qué se pueden dar situaciones como la de la aprobación de esta Ley que, contrario a cualquier lógica civilizada, otorga el derecho a cualquier ciudadano a hacerle bulling a un compañero por ser afeminado… o -pasando a otro capítulo de la misma Ley- a que, por ejemplo, una mujer que sufra la pérdida involuntaria de su bebé, debido a golpes que le haya propinado su marido en estado de ebriedad, sea condenada a buenos años de prisión (y no se repare en la principal responsabilidad del beodo).