Mario Alberto Carrera
Sobre el tiempo y su paso.
No cabe duda de que nuestra sensibilidad y emociones se encuentran muy a flor de piel con este drama de la pandemia. (Es un florón de pena en medio de la Tierra).
Y lo nuevo y extraño es que cualquier otra fuente afectiva –aunque sea ajena a la peste– recae, sin querer, en los sentimientos de aflicción y pesadumbre que la pandemia envuelve como un emblema. Cuando leo –en otro autor– su deseo por saber cómo enfocaremos estos hechos letales dentro de unos años, lo que pienso yo es si estaremos vivos para entonces y si el autor de la frase lo estará, que es más deplorable. Me admira su seguridad en que todo pasará y que quedaremos incólumes.
En el peor de los casos, ¿cabría la posibilidad de que este virus pueda contra nosotros y que no lo sobreviviremos?, que también podría ocurrir. Me pongo en lo peor, lo reconozco. O en el contexto de una futurista novela de ciencia ficción.
Estar vivo es lo principal, conservar la vida. Proteger el tiempo, acunarlo como una espléndida y pequeña flor que volveremos eterna: ¡estar vivo, y saber que seguramente lo estaremos!, y no con la duda de que ello sea acaso falso.
Es el tiempo quien se burla de nosotros –con una furtiva mueca carnavalesca– desde una UCI tenebrosa y fría, desde una cama de hospital que danza retadora. La frase del otro autor me ha herido y me ha hecho reflexionar sobre la expectativa de saber si estaremos vivos, cuando todo haya pasado. Cuando todo haya pasado… ¿y si no pasa? ¿Y si dura cinco años, por ejemplo?
Colosal y tenaz lección estaremos recibiendo o habremos recibido. Ya sabíamos que somos nada, pero es que ahora somos menos que nada –de cara a la pandemia– y todo me obliga a concentrarme en la idea del tiempo y su paso inevitable y acaso tempestuoso.
II
Castigo y pandemia.
Para el terremoto de 1976 se vertieron algunas ideas entorno a cuáles fueron las causas de tal sismo y su coda de destrucción y de muerte: unos 30 o 40 mil cadáveres brotaron desgarradamente por las tierras más pobres y de suyo asoladas –por los hacendados encomenderos– desde la Colonia.
Una de las ideas que se tuvieron al caer de dos o tres tardes grises fue que había sido efecto del castigo divino enviado por Dios debido al mal y aberrado comportamiento de los guatemaltecos. La fuente de aquella teoría fue nada menos que el mismo cardenal Mario Casariego y Acevedo, arzobispo de Guatemala. Claro que el tiro cardenalicio fue el de generar una culpa popular y generalizada sobre las causas del seísmo, para luego lanzar la conjura de que si las almas de Guatemala no se prosternaban humilladamente ante su Dios los males acaso volverían amparados en las réplicas que el terremoto producía y que tardaron varios meses.
Leo hace unos cinco días una separata de Prensa Libre en lujoso papel couché, titulada “Guía de Oración” bajo el auspicio de “Levántate Guatemala” y apoyada por Banrural. El contenido de dos o tres apartados de este texto (uno de los cuales fue re-publicado por el Congreso) para ser rezado en 21 días -cual cadena de oración- me hace sentir algo de aquel viejo olor de la conjura cardenalicia de 1976 (que por fortuna en su día no prosperó) en el sentido de crear una especie de culpa colectiva y súplica mágica para apagar la furia divina mediante oraciones, cuyas intenciones retorcidas guardan el resabio felino del viejo cardenal.
No deja de estar presente hasta hora la creencia en que si una persona o un pueblo reciben algún mal éste puede ser a causa de un castigo divino. Y así se insinúa en la separata mencionada por la relación que se establece entre falta o pecado y pandemia.