Mario Alberto Carrera
Los años no cambian nada porque lo que llamamos tiempo es siempre el mismo aunque no sea el mismo en nuestros cuerpos cada vez más cansinos. La vida cansa.
Es durante los últimos días de diciembre y principios de enero –con la agrietada resaca de la temporada- cuando con mayor repunte se escuchan enunciados de condena -acaso eufemista- al año que termina y de esperanzas para el que comienza.
El cambio de año permite erigir un hito, un parte aguas entre un “tiempo” y otro como si el año que se despide pudiera acumular todo el mal que se produjo y el nuevo solamente bienestar, éxitos y promesas.
Es un mecanismo que erigimos en contra del mal y del pesimismo, para montar un espacio nuevo, en el que solamente la bondad será dueña de nuestro destino.
Nadie es dueño de su destino. Ni el año que comienza ni el que termina. Sin embargo unos se decantan por el determinismo y otros se entregan a la idea de que nada está destinado sino que son dueños del porvenir y así se abren al futuro.
Pero abundan más los deterministas, creyentes en Dios y dioses -que deciden el futuro del hombre- como si Cronos, dios del tiempo, no lo encerrara todo en su manto azul como el infinito. Lo curioso y comentable es que entre más creyente es alguien en el determinismo, o en el destino, esa misma fuerza lo hace creer en que –si consuma todo lo que el exorcismo indica- será dueño de 2022. Compensación colosal y un nuevo mecanismo de compensación psíquica que parece afirmarse o negarse alternativa o simultáneamente, según el caso.
Entre más crédulos en que el cambio de año ha de traer sólo cosas buenas -y se encomiendan a la esperanza en los meses futuros con ingenua credulidad- más y más se piensa que el año viejo se llevará en sus alas protervas todo el mal.
El hombre vive de ilusiones, de creencias, de fantasmas. Si la vida fuera aprehendida con todo el furor que encarna acaso no habría vida humana que lo resistiera. Tal vez sólo el pensador. Pero el común de los mortales vive de bendiciones y de buenos deseos de los unos para los otros y trata con algún éxito de soslayar los senderos del erial que acaso sea la verdad del mundo.
Y así se desarrolla la vida: de año nuevo en año nuevo lleno de felicidad y éxitos deseados. Y de año viejo en año viejo que se lleva -mágico- la desazón, el miedo, la inseguridad. Mecanismo psicológico el del cambio de año que permite llenarnos de esperanza. Esperanza que no siempre es óptima porque si quedó de último por salir de la caja de Pandora, por algo fue.
La reflexión sobre el tiempo nos viene de la vida misma. Racional o intuitivamente nos damos cuenta de que la vida es tiempo y de que, son de tiempo, los años con los que contamos. Acercarnos al final del año puede que esté lleno de un poco abatimiento y algo de depresión. Una nota melancólica envuelve todo el ambiente porque no es un año más el que viene, sino uno que se va y que no podremos rescatar. La saudade nos ovilla y nos implica y la necesidad de sacudir tanta murria acaso es obsesiva. Y logramos esa sacudida tal vez con la copa de champagne que podemos adquirir.
La frase es recurrente y mítica: “¡Feliz Navidad y próspero Año Nuevo!” Tal el enunciado que veía yo -de niño- escrita entre flores de pascua con listones rojos, verdes y dorados (dorados y verdes como el árbol de la vida de Goethe) y me lo creía literalmente. Pero era niño. Sin embargo niño es siempre el corazón humano que cree en lo amable y grato, y desdeña lo áspero y malo, mas sin ningún poder.
Pero como correspondiente de un imaginario colectivo que cree en la quema del Diablo, no me queda más que decir: ¡Feliz Año 2022!