Eduardo Blandón
Hay espíritus nacidos para litigar, algo así como si el ánimo de guerra fuera parte de lo más íntimo y no existiera otra función vital que la lucha. Me los he encontrado y nunca me han sido indiferentes, son una suerte de pieza curiosa (sin que esto los degrade) para la que no queda sino el asombro y la posterior indagación antropológica.
Más aún si uno comparte cierta visión franciscana aderezado con un carácter sosegado. Lo que no es virtud cuando es extremo. Nada importante se puede realizar con una voluntad floja, impertérrita o desde la práctica de ese estoicismo grecorromano que invitaba a la ataraxia. Me temo que con esa versión filosófica es poco lo que podemos hacer.
Para el guerrero casi todo es casus belli, una mirada, una omisión, el tono de la voz, un gesto. Es como si el cerebro reptiliano se activara con aspectos nimios, por deporte o porque el púgil ansía recurrentemente adversarios. Así, la palestra es su lugar favorito, el espacio ubicuo en el que va desplegando su furia inagotable (¿cómo es posible tanta energía?), venciendo y humillando a sus enemigos imaginarios.
¿No sientes que deberías escoger tus batallas?, a veces les he preguntado, pero no me responden. Solo me miran con cierto aire de piedad y quizá con desconcierto al no entender el contenido. Es una indagación tonta porque los gladiadores están hechos de otra materia. Lo suyo es el combate cuerpo a cuerpo en el que solo existe un vencedor. Una lucha que con alguna formación suele ser incruenta, pero siempre violenta.
En ese estado bélico los que practicamos cierto irenismo con frecuencia nos sentimos incómodos. Más aún cuando nos invitan a formar parte de la conflagración (casi nunca son guerras de baja intensidad). Y, claro, terminan frustrados al contemplar nuestra anemia que interpretan como cobardía, cuando no, flojera residual del espíritu cristiano. Debilidad que miran con desprecio.
No les importa. Se tiran al ruedo solos y sortean como si no hubiera otra opción. Son increíbles. En una ocasión le pregunté a uno de los pendencieros la razón por la que le gustaba mi compañía, siendo tan opuestos de temperamento. Me dijo que le atraían mis rarezas y la paz que sentía a mi lado. Menos mal, me dije, persuadido de que esto último era quizá más un deseo lejano aparecido como un anhelo inalcanzable.