Mario Alberto Carrera

marioalbertocarrera@gmail.com

Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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Mario Alberto Carrera

¿QUIÉN CONTROLA lo que se publica en FB, Wuasap, Instagram, Twitter o Google? En la práctica ninguno hoy. En un sentido sistemático y legal.

Existen en Estados Unidos y regados por distintos rincones del planeta organismos estatales y paraestatales -incluso académicos- que funcionan con esa intención fiscalizadora, sin mucho éxito. Incluyendo a Guatemala, mediante instituciones universitarias y gubernamentales que, en algunos casos, se reúnen al menos una vez por año con sede me parece que en la Universidad –Opus Dei- del Istmo.

Pienso que quien gestiona la gobernanza de las plataformas de Internet controla en buena parte al mundo. Quien es dueño casi absoluto de la información en el planeta formula la “verdad” de la Tierra. La verdad y la mentira no tienen vida independiente, dependen de quienes tienen la capacidad de esgrimirlas -de comunicarlas- si por comunicación entendemos la potencia para informarle a usted qué debe hacer o qué no debe hacer, qué es el bien y qué es el mal, por quién debe usted votar y por quién no debe usted votar. Ha sido pública la interferencia de Rusia en las votaciones de Estados Unidos aunque no se haya llegado a ningún punto claro al respecto.

Nosotros los guatemaltecos –infinitamente minúsculos y de perfil muy esfumado en la inmensa red de Internet- nada podríamos hacer para cambiar -desde las plataformas más populares arriba mencionadas- los destinos de Internet. E internamente lo que legislemos será casi letra muerta porque no tendrá significación internacional.

Pero nadie en cambio nos prohíbe o limita para participar de esta discusión, porque en la diatriba se plantea el porvenir del mundo y eso sí es temática de todos, mundo que no lo destruirá una bomba de neutrones (no por el momento: Corea del Norte luce silenciosa) pero tal vez sí una incomunicación peligrosa en la globalización de Internet, que podría dar un próximo déspota autoritario mundial que, como en “1984” de G. Orwell, nos indique qué debemos decir y cómo será el uso de la palabra desde el Ministerio de la Verdad.

CUANDO YO ERA NIÑO se le decía Día de la Raza y era asueto oficial -el 12 de octubre- que derivó en antorchas de hojalata y corredores mal nutridos y esqueléticos.

En aquel divino tiempo de mi niñez sólo sabíamos groso modo que Colón y sus huestes habían “descubierto” (quién descubrió a quién) a América y que con aquel acontecimiento había llegado (bendita ilusión) la religión católica “que tanto bien nos había hecho”. No creo que las creencias americanas fueran mejores, pero sí creo que no necesariamente la religión puede ser un bien. Hay muchos que conocemos lo que es el bien sin necesidad de que nos lo diga un cura o un pastorcillo con jet.

El escenario de aquella idílica infancia (hablo de entre los 7 y los 10 años) era un espléndido colegio comandado por piadosos maristas que confundían la piedad con la tortura, en el blanquísimo y ardiente país llamado El Salvador.

Aceptábamos todo lo que se nos decía (desde que Jesús era Dios, hasta que los españoles al venir a América nos trajeron sólo bienaventuranzas). Éramos niños ingenuos en cuya mentalidad aún se podía escribir con punzón sobre la dúctil cera.

Nuestro profesores –como lo cuento en mi novela “Hogar, dulce hogar”, premiada con el Quetzal de Oro y con siete ediciones-llevaban colgando sobre el pecho un enorme Crucifijo que les recordaba cuándo debían martirizarse ellos y cuándo debían torturarnos con el eterno Rosario a nosotros.

Toda aquella verborrea marista sobre “el descubrimiento” se impartía en un entorno absolutamente abrumador por sus contextos y tan mortal (en el Calvario) como el genocidio del que tanto se habla que fueron víctima nativos del Caribe. Pero entonces todo eso se encubría y sólo se escuchaba la sonora voz hispánica del hermano marista que nos decía, -después de hablar de “el descubrimiento” (de ellos): “son las once y cuarto y es hora de pedir al Señor que nos perdone nuestros pecados. Es hora del santo Rosario”. Y el calor salvadoreño era un sudoroso manto.

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