Mario Alberto Carrera
Que de alguna manera el Estado sea el responsable de que alguien abandone el país por miedo a las represalias o al seguimiento acosador que se le pueda montar, es uno de los pecados capitales de cualquier Gobierno que intente llamarse demócrata. Porque exiliar a un ciudadano de modo explícito o implícito es un castigo que ya no debiera infligirse.
El exilio -como práctica antidemocrática de toda la vida- ha sido gestión gubernamental que todos los guatemaltecos conocemos de cerca o de lejos de ayer o de siempre. Yo fui víctima de un exilio muy amargo en mis recuerdos. No fui yo el objeto directo del destierro sino mi padre que, cuando yo solo tendría un año, se alió al ala derecha de la Revolución del 44 (sí, la de Francisco Javier Arana) que pugnaba porque Árbenz no llegara al poder. Varios intentos de golpe de Estado tuvo Juan José Arévalo para que fuera Arana su sucesor y no Árbenz, uno o dos de estos dirigidos por mi padre que al ser descubierto -y tras un largo proceso y calvario por desaparición forzada- fue obligado a abandonar el país rumbo a México, luego a Costa Rica y por último a El Salvador donde finalmente recaló porque -como tierra de mi madre- tenía ciertas ventajas y donde permanecimos casi una década. No fue sino hasta con el arribo de Castillo Armas que se le permitió la entrada nuevamente a Guatemala.
Siendo yo tan chico es más que obvio que todo aquel aquelarre –aunque acaso en mi inconsciente- me marcara para siempre. Y sobre tal base analizo el por qué -las persecuciones y las deportaciones de otros- me pegan tan fuerte en el centro del pecho donde vuelvo a sentir el mismo dolor precordial de la angustia infantil al abandonar Guatemala e ir a vivir a suelo extraño.
Como en los más “espléndidos” días del gobierno fascista del autócrata Jorge Ubico Castañeda, los cuerpos policiales del gobierno de Giammattei asedian al ciudadano de a pie de este país. Parece que no hubieran transcurridos 80 años porque aquellas turbias huellas resucitan en la persecución de que hoy es presa la familia del exjefe de la FECI Juan Francisco Sandoval quien ya, en lo personal, es como todos sabemos, asimismo perseguido por este Gobierno y obligado a exiliarse igual que lo ha tenido que hacer muy lamentablemente Thelma Aldana. Los dos en Estados Unidos, país que les ha brindado una discreta protección.
Hay muchas formas de torturar y el agobio a familiares cercanos –y no directamente a la víctima que ha huido de los tentáculos del gran Leviatán- es fórmula eficaz de toda la vida para los mismos propósitos antidemocráticos. O también asesinar al padre, al hijo o al hermano para que el castigo y en remordimiento se multipliquen.
Las fotos de hace unos días -28.9.21, en los diarios – reproducen instantes del asedio a los padres de Juan Francisco Sandoval que indignan –hasta el colmo- porque se trata de personas mayores cuyo seguimiento e intimidación se multiplica en sentido directo a su edad o por sus años. Si es de una ferocidad sin límites torturar a un joven, hacerlo con personas mayores resulta la quinta esencia de la cruel brutalidad. Ello es una refinada cobardía propia de seres sórdidos y sin entrañas, en concordancia con regímenes totalitarios como el de Giammattei donde se juguetea deshumanizadamente con la persona, como si de títeres se tratara.
¡Fantoches!, sí que lo son pero quienes ¡en el Bicentenario tan cacareado por sus “valores” patrios!, se atreven a exiliar a la gente persiguiéndola como lo hizo la Inquisición. Echándola de su propio país de manera implícita y presionando y persiguiendo a gente mayor para horrorizarla hasta provocarle quién sabe qué consecuencias psicológicas o somáticas.