El poder y la violencia mantienen aparentemente una relación estable, mediada por la legitimidad que les es conferida a través de urnas, valores y creencias colectivas; la exacerbación de estos elementos ha hecho que en Guatemala vivamos bajo la sombra de un intenso sometimiento a los fines fanáticos de élites conservadoras. Sin embargo, esa “relación” que significa “el poder”, solo depende de la obediencia.
Ese conjunto de ideas y creencias que hasta ahora han servido de apoyo para hacer creer a los “obedientes” en la necesidad de someterse, está perdiendo terreno, especialmente en el campo de la política. A esa estabilidad que han logrado a través de los siglos aparejando creencias y legitimidades le está llegando a su fecha de caducidad.
En primer lugar, el poder ya no se puede reducir solo a la política y a lo normado, también discurre en lo que el Estado no alcanza por inacción o descarada omisión, los pueblos indígenas, por ejemplo, tienen sus propias ideas, valores y creencias; aunque no estén incluidas en el “pacto social” al que llamamos Constitución. Y bueno, cuando desde los estamentos del Estado se ignora la petición de reformar dicho pacto social para incluir a los históricamente excluidos, la clase política comete un grave error. Están a punto de perder la obediencia.
La dramaturgia de los partidos políticos y sus dueños en el establecimiento del saber político en pos del poder únicamente, y no como la búsqueda de la vida buena y la virtud, la justicia y la equidad, nos está escindiendo profundamente; el simple, vulgar y llano racismo y egoísmo nos está polarizando mucho más que las propias ideologías. Giammattei ha logrado ser el mejor representante de lo anterior.
Por otro lado, en buena medida, el ilusionismo político ha quedado muy frágil a la luz de cada eslogan de los partidos que han alcanzado el poder; “soy patriota y amo a mi país”, “ni corrupto ni ladrón”, “vamos por una Guatemala diferente” o el célebre: “… no quiero ser recordado como un hijueputa más en la historia de este país”. Embaucar a la población se les va haciendo cada vez más difícil.
Hasta ahora, los olvidados del campo y los indígenas, no tenían su propio vehículo de representación: ya lo tienen. ¿Qué harán los pétreos corazones de los conservadores cuando les toque vivir una mayoría multiétnica en el Congreso de la República, o una presidencia campesina? Acaso citar a Francisco de Vitoria y argüir que “esos bárbaros, aunque, como se ha dicho, no sean del todo faltos de juicio, distan sin embargo muy poco de los amentes, por lo que parece que no son muy aptos para formar o administrar una república legítima dentro de los términos humanos y civiles”, no me extrañaría.
Va siendo hora de asumir una nueva forma de poder, quizá una enmarcada en “la capacidad humana de actuar en común, concertadamente”. No podemos seguir con una clase política que no representa al grupo, que es un veneno para los intereses comunitarios, sociales, nacionales, y una cura para sus intereses personales y de las élites conservadoras. El poder no es la instrumentalización de la voluntad de otro, sino la formación de la voluntad común dirigida al logro de un acuerdo.