Foto ilustrativa. El paciente tuvo que observar a varios enfermos morir durante ese tiempo. Foto La Hora/Cortesía.

Después de 27 días de permanecer en la cama #13 de la Unidad de Cuidados Intermedios para COVID-19 del Instituto Guatemalteco de Seguridad Social, zona 9, el paciente Hugo* de 50 años relata las experiencias y momentos de dolor, enojo y solidaridad que vivió ahí. El objetivo de cada uno de los pacientes fue la lucha por la sobrevivencia, a pesar de las adversidades.

No faltaron las situaciones alentadoras, como la hermandad que surgió entre los 22 compañeros del cuarto, aunque el movimiento de los pacientes que iban y venían era lo usual. Solo algunos de ellos lograron contar su historia.

Esto dentro de un contexto de un país inmerso en una ola creciente de contagios debido a la variante Delta, hospitales que anuncian que ya no tienen capacidad para recibir más enfermos de COVID-19, médicos agotados, sumado a la escasez de insumos y medicamentos. Cifras que muestran un promedio de 4 mil casos positivos diarios, escasa cobertura de vacunación en áreas rurales, y más de 12 mil fallecidos desde el comienzo de la pandemia.

 

LARGA ESPERA

Eran las 6 de la tarde del primer domingo de agosto cuando Hugo llegó a la emergencia del IGSS de la zona 9. El ingreso no fue fácil. Tuvo que esperar hasta el día siguiente, alrededor de la 1 de la tarde. Durante ese lapso permaneció en sala de espera, sin oxígeno ni atención médica.

En las afueras del hospital, ese lunes le contaron que se encontraban unas cien personas, con necesidad de oxígeno y reclamando atención para sus familiares. Los doctores pedían paciencia y los usuarios maltrataban. Cuando ingresó ya solo eran cuatro o seis, no recuerda bien. “No se dan abasto por la alta demanda”, comenta.

Hugo es ingeniero y trabaja como asesor de ventas de equipo industrial. Practica la natación y el judo, dice que no come carnes rojas y tenía puesta la primera dosis de Sputnik V, desde mediados de junio. No tiene muy claro cómo se contagió. Quizás en la Policlínica del IGSS zona 1, o jugando bingo en el Hotel Camino Real.

Ingresó con el oxígeno en su máxima capacidad, consumía alrededor de 15 litros por minuto o quizás más. Confiesa que jamás dejó de recibir atención y la administración de medicamentos era puntual.

Un trabajador de salud toma una muestra para detectar el Covid-19 en un puesto de pruebas instalado en el Parque Central. Foto La Hora/Moisés Castillo/AP

OBSERVAR LA MUERTE DE CERCA

Lo más difícil fue compartir la muerte de tantas personas que se encontraban a la par. “Vi morir a nueve personas en la misma habitación. No pude percatarme de todos, pero pude notar algunas madrugadas cuando el equipo de médicos y enfermeras entraban a la sala a tratar de salvar una vida”, es lo primero que narra.

Aunque se encontraba débil, pudo observar, por ejemplo, cómo el joven de la cama 17. que en estado delicado prefería movilizarse al baño. No hizo caso a las advertencias que Hugo le decía: “pedí un pañal”. En la tercera vez que pidió ayuda para ir al baño, se hiperventiló y ya no llegó con vida a su cama. Esto a pesar de que los movilizaban en silla de ruedas y en el baño se conectaban con el tanque de oxígeno que se mantenía allí. “Ya no pudieron hacer nada por él”, recuerda.

La crudeza de estas escenas es imborrable. Médicos que intentaban salvar por un tiempo determinado a los pacientes, pero en cuestión de tres minutos solo veía cuando les llevaban la bolsa negra para retirarlos de la cama.

 

LOS TRAUMAS QUE LO MARCARON

Las secuelas han sido más fuertes de lo esperado. Pasar tantos días en el IGSS conlleva traumas. Ahora duerme por pausas, le cuesta conciliar el sueño. Atrás quedaron las horas de sueño profundo. “Algunas veces veo desde el reflejo de mi celular a un médico que me observa. Pienso si estoy de vuelta en el hospital. Son instantes terribles”, dice.

“Con otro compañero coincidimos en lo mismo. Todavía escucho el sonido de la máquina que está monitoreando los niveles de oxígeno en los pacientes que están entubados. La mayoría de los que estaban así, morían”, recuerda.

Otro de los efectos de la enfermedad es que ya no puede bostezar como antes. Si lo hace, debe hacerlo muy suavecito y despacio, pues de lo contrario le provocaría un espasmo en el pecho, esos espasmos que ya no le permiten descansar con tranquilidad.

La alta demanda de pacientes fue vivida por Hugo, quien espero un tiempo considerable para ser ingresado. Foto La Hora/Cortesía

USAR OXÍGENO TRAE CONSECUENCIAS

Una de las adversidades más duras fue las complicaciones por el uso de oxígeno. La boca se le llenó de aftas. Pero lo difícil fue que el personal de salud atendiera su solicitud de medicina para tratarlo. “Me dijeron que aquí no tenían nada de eso, solo me mandaron a hacer buches con solución salina. Yo esperaba una atención más seria, pero les valió madre”, cuenta.

El dolor que implicaba comer con esa molestia tampoco implicó que le modificaran la dieta. Se tuvo que adaptar. Por un lado, la comida terminó por provocarle diarrea. Por el otro, se vio obligado a comer muy despacio, en bocados mínimos. Tardaba hora y media en comer. Me tragaba los pedacitos de pan sin masticar, recuerda.

Ante la falta de respuesta del personal de salud, decidió pedir a su familia que le llevaran los medicamentos para tratar las aftas. La autorización para ingresarlos significó un tortuoso camino que representó levantarse de la cama, salir de la sala y armar un escándalo para que le entregaran el tratamiento.

 

LOS COMPAÑEROS FUERON IMPORTANTES

Compartir la misma habitación entre varias personas por varias semanas también significó experiencias edificantes. Uno de estos fue la posibilidad de tener un celular con saldo y poder compartirlo con las personas que no lo tenían, y necesitaban contactar a sus familias. “Se organizaron unos cinco grupos de WhatsApp”, comentó.

Uno de sus ayudas más importantes fue con un hombre de 78 años que lo colocaron en la cama 12. Venía del Intensivo, agitado y temblando. “Alcancé a taparlo y pasó inconsciente toda la noche. Al día siguiente buscó su celular en la mesa de noche. No estaba. Quería llamar a su hijo, pero no recordaba su número. Me describió varias pistas que me permitieron localizarlo. Me dio mucha satisfacción haber ayudado. La hermandad fue notoria, no importando nuestro credo religioso”, recuerda.

A veces también hacía las veces de consejero. Le consultaban si era recomendable bañarse o hacer tal o cual cosa. De acuerdo con su nivel de oxígeno, él gustaba apoyarlos para que se cuidaran.

Por las noches aún puede escuchar el equipo que utilizaba en el hospital. Foto La Hora

LA SALIDA

Para no perder la noción del tiempo, Hugo trazó un calendario en la parte trasera de un plato de duroport con los meses de julio y agosto, para ir viendo su evolución desde que fue detectado con el virus un 25 de julio.

La voluntad de querer salir vivo por su familia y sus hijos fue una de las brújulas que le permitió no rendirse y luchar cada día. Su egreso fue una de las tantas discusiones que tuvo con los médicos. “Con el recuento de fechas les pedí que luego de 35 días necesitaba una prueba de COVID-19. Me la hicieron el día 26 y el resultado fue negativo”. El viernes 27 a las 6 de la mañana, Hugo se despidió de la cama #13 en la que estuvo acostado durante 27 días. Salió con 48 libras menos de peso, casi desnutrido.

“Uno no se da cuenta de las grandes cosas que tiene sin COVID-19. Todavía tengo aftas y dolores terribles. Me muevo con bastón para ir de la cama al baño. Mi respiración mejora cada vez más, con una saturación de oxígeno de 93 a 94.

“Le ruego a la gente que entienda que no estamos para reuniones. Soy un convaleciente al que le tocó vivir situaciones extremadamente crudas. El aislamiento es prioridad. El virus es real y mata”, remarcó.

 

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