Eduardo Blandón
Hace algunos años visité un famoso museo de Europa con el ánimo de contemplar las más deslumbrantes obras creadas por artistas reconocidos por la crítica mundial. La experiencia no fue la mejor, debido a eso llegué a creer, al poco tiempo con que contaba para la actividad y a una especie de ansiedad que comía mis entrañas.
El resultado fue desastroso porque no me permitió eso que llaman el “deleite estético”. El gozo producido por la contemplación reposada que abre las puertas a la trascendencia mediada por el arte. No pude por ese legado genético (quizá ese sea mi caso) o por la conducta asumida culturalmente que nos lleva a correr vorazmente como niños impelidos por comer dulces prohibidos.
Quizá mi comportamiento no sea único. He visto el drama, por ejemplo, de quienes se dan atracones en horas infinitas con las series de televisión. No basta un capítulo o dos, ni tampoco una sola temporada, es preciso terminarlas todas de una vez. Si fueran cristianas pensaría que viven en clave escatológica su tiempo (ya sabe usted, la conciencia de que Cristo puede venir inminentemente y, pues, hay que apresurarse), pero puesto que conozco el paganismo de las víctimas, lo atribuyo más a la desmesura y el desbalance de sus vidas.
Es evidente que el sosiego lo desconocemos hasta conceptualmente. La industria premia el consumo, así queremos abarcarlo todo, disfrutarlo todo, hartarnos y tirar lo que sobra. Los adolescentes (aunque no son los únicos) son ejemplares en eso, se manifiesta cuando se les ve jugando, viendo televisión, comiendo y participando alegremente en una red social. Se ufanan en tenerlo todo bajo control aunque después las pruebas lo desmientan.
Es necesario volver al amor primero o recuperar el valor de la lentitud. Sentir nuevamente la emoción de una conversación sin que sea interrumpida por una notificación. Estudiar con profundidad en ausencia de música de fondo. Leer libros disfrutando su contenido, evitando atajos y triquiñuelas para terminarlos rápido. Poner de moda las cenas familiares prolongadas en las que el intercambio permita verse a los ojos para expresarse cariño.
Carl Honoré, el autor de In Praise of Slowness, explica con estas palabras lo dicho hasta aquí:
“A pesar de lo que digan algunos críticos, el movimiento Slow no se propone hacer las cosas a paso de tortuga. Tampoco es un intento ludita de hacer que el planeta entero retroceda a alguna utopía preindustrial. Por el contrario, el movimiento está formado por personas como usted y yo, personas que quieren vivir mejor en un mundo moderno sometido a un ritmo rápido. Por ello, la filosofìa de la lentitud podría resumirse en una sola palabra: equilibrio. Actuar con rapidez cuando tiene sentido hacerlo y ser lento cuando la lentitud es lo más conveniente. Tratar de vivir en lo que los músicos llaman el tempo giusto, la velocidad apropiada”.
Como queda claro se trata del balance como condición de vida plena. La adquisición de una virtud sin brillo a causa del monotema contemporáneo del cálculo económico. Superarlo a través de la crítica y la asunción de estilos de vida alternos es el reto que tenemos delante. Por fortuna al menos podemos hablar de ello. Ya es un paso importante para reorientar nuestras vidas.