Eduardo Blandón
Los malos hábitos constituyen una conducta seria (permítame que me ponga solemne), hablo con propiedad. Desde edades pretéritas no tengo otro recuerdo más vívido que eso de morderme las uñas. Le llaman “onicofagia”, supongo que para darle honorabilidad a un acto que nos expone a la vergüenza y nos hace sentir miserables a los que sufrimos el espanto.
Concédame lo biográfico si bien verá que es solo un pretexto. Mis padres hicieron de todo para curar esa inclinación malsana que atribuían a la deficiencia de mi carácter: castigarme, ponerme picante sobre las uñas, llevarme al psicólogo, compararme con los niños “sanos”. Ya sabe usted, pocas cosas mortifican tanto a los padres como los defectos de sus hijos. No obstante fracasaron en su empresa.
Cuando la desviación es profunda (para ponerlo en términos de Freud que consideraba la práctica como “una alteración en el desarrollo psicosexual en la fase oral que se convierte en una fijación oral”, hace falta mucho más que la buena fe. Pero para eso están los milagros. Un día, luego de miles de argucias, frustraciones, intentos y recaídas, finalmente logré superar el también llamado “trastorno de ansiedad”. Y heme aquí orondo escribiendo sobre el tema.
No es cierto. Aunque he desterrado bastante el hábito, a veces vuelven los dedos a mi boca. Y sí, aún me figuro a mi padre reprimiendo al niño con desorden, incapaz del “kaput” definitivo a su conducta indeseable. Cuánto me ha humanizado, sin embargo, este problema personal. Aquí quería llegar. Puedo comprender, por ejemplo, a los políticos que roban por instinto, al empresario injusto con sus empleados y a los banqueros que estafan a sus cuentahabientes y lavan dinero de las mafias. Es que no pueden impedirlo.
Imagino el drama del presidente en su afán por evitar ser un vulgar delincuente. Me figuro a los del CACIF hablando de Cristo, vinculados al Opus Dei, tomando café con los curas, creyendo obtener sus virtudes por alguna infusión espiritual milagrosa. Esa que no les llega por su naturaleza siempre inclinada al enriquecimiento a ultranza, sin ningún límite moral que se los impida. Se puede entender la escisión interna, el aguijón de la carne del presidente del Congreso, al no poder ser sino corrupto.
Estamos determinados por esas decisiones absurdas de nuestra conducta. Nos gobierna la irracionalidad, somos víctimas de los instintos ciegos. Sí, la cabra siempre tira al monte. Lo malo es la abundancia de caprinos en el Estado, el tamaño de sus cuernos y la habilidad para saltar riscos. El vicio de estas cabras locas, por desmedido, no tiene parangón. Ellos son otra cosa.