Las crecientes críticas al sistema político del país y reclamos para cambios fundamentales han provocado que los que se benefician del actual estado de cosas salgan en defensa de la “institucionalidad” para calificar de revoltosos a los que manifiestan su descontento. Todo Estado tiene institucionalidad, pero es un hecho que la misma puede ser objeto de cooptación que la prostituye y en esas condiciones resulta cínico usar el argumento para impedir cualquier tipo de cambios. En Guatemala está probado que el sistema electoral no tiene mecanismos para evitar el financiamiento ilícito de sectores poderosos, entre los que también figura ya el crimen organizado, que con sus recursos aseguran llevar al Ejecutivo, al Legislativo y al poder local a sus operadores que no sienten tener ningún mandato popular, ya que el único mandato que valoran es el generado por ese financiamiento electoral.
Y de allí se viene el control del Sistema de Justicia y que todas las instituciones públicas, estatales, autónomas y semiautónomas, estén al servicio de la corrupción que se convierte en el eje e hilo conductor que canaliza la función del Estado. No contentos con asegurar vía libre a la corrupción con leyes que facilitan la realización de negocios con los fondos públicos, y tomando en cuenta lo que ocurrió a partir del año 2015, nuestra “institucionalidad” se ha empeñado en los últimos tiempos en generar un absoluto clima de impunidad para que nunca más los saqueadores del Estado vuelvan a tener que enfrentar procesos penales. Al día de hoy no avanza ningún caso de investigación, no digamos procesos, para esclarecer aún sonados escándalos como la compra de las vacunas.
Por supuesto que hay institucionalidad en el país, pero la misma está totalmente prostituida por quienes, por supuesto, la defienden a capa y espada. Las instituciones no están al servicio del bien común ni de la población que languidece, al punto que somos un país de desnutridos, carentes de servicios de salud y de una educación de calidad, lo cual basta y sobra para establecer un tremendo techo a la capacidad de generar oportunidades.
Venezuela, Nicaragua y Cuba, para citar los tres casos que aquí se usan como advertencia de a dónde iremos a parar si no respetamos esta institucionalidad, son países que tienen su propia institucionalidad que no por tener ese nombre se puede calificar como buena. Nuestra institucionalidad da vergüenza porque fue manoseada por los más sucios intereses que pueda haber y porque está al servicio de la corrupción y generando impunidad y eso es justamente lo que debemos cambiar.