Alfonso Mata
Es claro que la pandemia COVID-19 ha visibilizado las inequidades e injusticas cometidas en su manejo por los sistemas nacionales de salud y por las agencias internacionales de apoyo y ayuda. Desde finales del siglo pasado, se han estado revelando y señalado las serias asimetrías de poder y privilegio que impregnan todos los aspectos de atención y prevención de la salud dentro de las poblaciones. Notable ha sido para el caso de la actual pandemia, la asimetría mundial de dotación de recursos en su lucha y de vacunas e inmunización. A la luz de ello, han aumentado los malestares públicos y privados expresados en innumerables foros, editoriales, estudios, conferencias y seminarios, tratando de sacar a luz la forma en que se ha manifestado incluso entre los profesionales de la salud pública, las discriminaciones y las actividades discriminatorias de combate contra la COVID-19, favoreciendo a unos pocos privilegiados y afectando modo y estilo de vida de la población.
El escándalo mundial de desigualdades en el combate de la COVID-19 ha evidenciado ya una dependencia; a creado procesos de dependencia (informática, comunicativa, conocimiento, recursos y financiamiento) de los países en vías de desarrollo hacia agencias internacionales y gobiernos poderosos y ha ido creando las condiciones para que se incremente en esos países dependientes las desigualdades, mostrado las mayores disparidades de atención al evento: áreas rurales menos atendidas que las urbanas; grandes metrópolis más favorecidas que las pequeñas; países grandes con mayores disponibilidades que los pequeños; logrando esos desequilibrios una mayor apertura de la brecha política con su sociedad; separación notable entre los marcos teóricos del combate versus el accionar real y de paso fracturando la cooperación global y el funcionamiento del sistema nacional de salud. Y seamos claros en nuestro señalamiento: eso pese al esfuerzo de la ONU, OMS, OPS, y de los mandatos constitucionales a nivel país.
En nuestra patria, la pandemia continúa permitiendo que quienes tienen dinero y poder expandan su influencia y determinen el qué a quién y para qué; lo que hace bailar la justicia y solidaridad al son de la distribución del poder y no de derechos. Que la atención y los recursos (por ejemplo, pruebas de detección de casos, apoyo económico, vacunas) sean totalmente en función de ese poder y no del derecho a la salud. El hecho de que los países poderosos hayan reservado suficientes dosis de vacuna para vacunar a su propia población varias veces, es una clara indicación de asimetría de poder en la salud mundial. A nivel nacional eso mismo se manifiesta en que se privilegia las grandes ciudades.
Las conductas anteriores tienen sus implicaciones: en primer lugar a la par de una injustica e incumplimiento de los mandatos mundiales de atención a la salud, el accionar actual de combate a la pandemia permite a las naciones poderosas la creación de dependencia (paternalismo y colonialismo) no exenta de búsqueda de poder y de privilegios y a negociar dádivas lo que por derecho pertenece. En segundo lugar, tiene el potencial de fortalecer el contexto de profunda incertidumbre política a nivel de las naciones pobres, en donde la pandemia ha sido vista como un recurso muchas veces para negocios de todo tipo menos de bienestar para las poblaciones. Si bien los impactos político sociales de las pandemias se pueden calificar de impredecibles, el malestar y la desorientación, el oportunismo que esta ha causado en algunos grupos, resulta más que evidente en todos los países latinoamericanos, favoreciendo a unos en detrimento de otros.
Al final la mayoría de países Latinoamericanos, basados en suposiciones incompletas y erróneas, en lugar de una comprensión matizada de las fortalezas y debilidades locales que solo pueden entenderse de abajo hacia arriba, planificaron el combate a la COVID-19 de manera errónea. Desde el principio, la lucha a pesar de contar con una organización regional de salud (OPS) no se enfocó regional sino localmente con matices que en todos los casos, condujeron a lo mismo: desigualdades e inequidades y por consiguiente malos resultados.
Lo triste que resulta en toda esta historia, es que ni en el plano nacional ni en el internacional se vislumbra a raíz de lo sucedido, un mundo pospandémico enfilado al fortalecimiento de los sistemas mundial y local de salud; de abordaje de las asimetrías de poder en todos los campos de la salud: financieros, investigación, educación en salud, acceso a recursos, diseño y organización del sistema de salud.
Ante lo presentado, se hace necesario señalar que, en primer lugar, es importante reformular los procesos educativos. Muchos de los profesionales de la salud, somos producto de políticas educativas persistentes y enfocadas al tratamiento clínico-biológico, cuando la mayoría de problemas de salud demandan de soluciones de otro nivel. La mayoría de gobiernos Latinoamericanos con la COVID-19, se lanzaron al reforzamiento hospitalario dejando podríamos decir casi intacto, el sistema preventivo. Es hora de buscar un mejor equilibrio y de mayor costo-beneficio entre lo clínico-salubrista.
En segundo lugar se hace necesario crear una conciencia profunda y colectiva (también universitaria e institucional) de cambio en nuestro pensamiento que influya en nuestra forma de ver y hacer salud y medicina. Debemos hacer esfuerzos conscientes para desaprender la idea de la medicalización tan arraigada en todos los grupos sociales, de que la medicina todo lo soluciona; de que los sistemas de conocimiento e investigación occidentales y poderosos del Norte, deben aceptarse en contraposición a la investigación local y los sistemas de conocimiento tradicionales / indígenas pues no son la única forma de avanzar en la atención médica y salud o efectuar cambios (un ejemplo de la posibilidad de que eso es necesario y muy productivo, lo dieron hace décadas los institutos de investigación en Latinoamérica, en nuestro caso el INCAP) esfuerzo descontinuado dentro de la corriente de la comercialización de la medicina.
Debemos prestar atención a que el sistema de salud no solo debe ser conceptualizado como atención sino como proceso de cambio en nuestra vida diaria y laboral y rechazar el impulso equivocado de arreglar las vidas a través de la atención a los enfermos y no de la enfermedad. Los problemas de las personas en desventaja empiezan desde la concepción y es una falta de desarrollo de potenciales bio, psico sociales, lo que provoca situaciones de desventaja para su salud y eso solo se pude corregir redistribuyendo el poder en campos que van más allá de la salud y tienen que ver con causales sociales, financieros y ambientales, cuya corrección debe permitir la legitimación y el reconocimiento de derechos claramente establecidos a nivel nacional e internacional.
El papel del profesional debe multiplicarse a zonas como la investigación y ser un practicante y trabajar solidariamente con las personas marginadas para que logren los cambios que buscan. Aprender y practicar alianzas no es solo para cambiar nuestros propios comportamientos, sino también para cambiar los sistemas que generan injusticias e inequidades. La alianza efectiva requiere reconocer lo limitante de nuestro sistema lleno de privilegios, oportunidades, recursos y poder, que al beneficiar a pocos limita a muchos y luchar para buscar un equilibrio en ello.
Debemos volver a centrar nuestra atención en la mirada local, en las necesidades y prioridades de comunidades y tomadores de decisiones locales, de modo que podamos responder mejor a ellas que a las “solicitudes de propuestas” externas. Finalmente, debemos aprender y ayudarnos a desaprender, pensar y deshacer las lógicas y los hechos que detienen la democracia y el desarrollo de la salud.