Laura Zamarriego Maestre
ccs@solidarios.org.es

A pesar de que los derechos de los migrantes forman parte de la política exterior de la Unión Europea, muchos de estos acuerdos se centran, en palabras de AI, en “evitar la inmigración ilegal y devolver a las personas mediante convenios de retorno que en abrir más canales legales para promocionar los derechos de los inmigrantes”. Más si se tiene en cuenta que la mayoría huye de conflictos. En 2013, la mitad de todas las entradas irregulares y el 63% de las llegadas por mar fueron de personas procedentes de países como Siria, Eritrea, Afganistán y Somalia.

Un ejemplo de disuasión son las devoluciones en caliente que se producen en España, el muro más meridional. En el último incidente murieron 14 personas de las 250 que intentaban llegar a nado a la Península desde Marruecos, mientras la Guardia Civil les lanzaba pelotas de goma. Ya son 400 las personas fallecidas en la costa italiana de Lampedusa en 2013. En los últimos seis meses, otras 200 han desaparecido en las aguas del Mediterráneo o del Egeo.

Uno de los discursos más manidos en defensa de cerrar las fronteras es considerarlas garantes del orden establecido porque, de lo contrario, se daría un efecto de inmigración en masa hacia los países más ricos. Esta idea de rechazo y de miedo al extranjero no es nueva: es la misma que durante todo el siglo XIX se empleó contra los judíos o los católicos en Europa.

Con frecuencia se escuchan juicios a favor de restringir la entrada de personas que no cuenten con el permiso de ciudadanía. En este sentido, Joseph H. Carens, profesor de Políticas en la Universidad de Toronto (Canadá), sostiene que los destinatarios de estos argumentos no son, claro está, futbolistas, millonarios o grandes escritores, sino gente cuyo último recurso es la esperanza de vivir otra realidad.
H. Carens expone el derecho a emigrar basándose en la libertad de movimiento que existe dentro de un Estado: Incluso en un mundo ideal donde las desigualdades económicas fueran mínimas, habría razones suficientes, y siempre legítimas, para lanzarse a buscar nuevas oportunidades, desde pertenecer a una religión minoritaria y discriminada en un territorio, a estar junto a una persona querida o por enriquecimiento cultural.
“El punto de vista dominante entre los economistas clásicos y neoclásicos es que la libre movilidad del capital y la mano de obra es esencial para maximizar las ganancias económicas globales. Sin embargo, la libre movilidad de la mano de obra requiere de la apertura de fronteras físicas”. Es donde la globalización esconde su rostro de modernidad y progreso y evidencia sus ambigüedades.
De hecho, desde la caída del muro de Berlín en 1989, se ha multiplicado la construcción de nuevos muros: entre México y Estados Unidos, en Cisjordania, entre India y Pakistán, entre Irak y Arabia Saudí, entre África del Sur y Zimbabue, entre España y Marruecos, o entre Tailandia y Malasia. Mientras Europa se enroca en su preocupación por impedir el acceso a más inmigrantes o de regularizar a los que ya viven dentro de sus fronteras, para la entrada y salida de capitales extranjeros no es necesario saltar vallas ni tener permiso de ciudadanía.

“Los muros generan zonas de no-derecho y conflictividad, agravan muchos de los problemas que tratan de resolver, exacerban las hostilidades mutuas, proyectan hacia el exterior los fracasos internos y excluyen toda confrontación con las desigualdades globales”, señala Daniel Innerarity, catedrático de Filosofía Política y Social. Cualquier política de inmigración será un fracaso si se desentiende de lo que ocurre en el origen.

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