Jonathan Menkos Zeissig
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Esta semana la pareja Ortega-Murillo ha finalizado la constitución de su dictadura familiar en Nicaragua: un Estado terrorista construido con una mezcla de violencia y vejámenes contra la población, relatos mesiánicos -entre cristianos y místicos, como sus metálicos árboles de la vida-, en el que ellos son el principio y el fin, y el cambio de las ideas revolucionarias y civilizadoras del sandinismo, por un orteguismo basado en el vulgar apetito de acumular poder y dinero.
En lo económico, Ortega tuvo aliados para consolidar su poder. Por un lado, los recursos de la cooperación venezolana que le permitieron afianzarse como una nueva élite económica, pues lo que comenzó como un acuerdo entre Estados, terminó canalizándose, sin control ni fiscalización, como recursos privados y personales de Ortega y algunos de sus comandantes, por medio de la cooperativa Alba-Caruna y en empresas del Grupo Alba. Solo entre 2007 y 2014, esa cooperación le brindó a Ortega aproximadamente 3,500.0 millones de dólares estadounidenses, suficientes para enriquecerse y mantener cerca a la élite tradicional, su otro aliado.
Durante los años de bonanza y hasta 2018, la élite depredadora nicaragüense, encabezada por el Consejo Superior de la Empresa Privada (Cosep), ayudó a diseñar leyes y políticas públicas, acompañó al gobierno en reuniones ante el Fondo Monetario Internacional y otros actores internacionales, contribuyendo a dar señales de tranquilidad mientras la configuración autoritaria se concretaba. Incluso, en los mejores momentos de la relación, el sector empresarial ejerció la vocería de acciones y decisiones gubernamentales. Mientras aprovechaban a enriquecerse aquellos empresarios no les importaba la continua pérdida de las bases democráticas. Sin embargo, esta semana, el que fuera presidente del Cosep durante aquel contubernio político-empresarial, José Adán Aguerri, ha sido detenido.
Han corrido la misma suerte cuatro candidatos presidenciales, incluidos los rivales más fuertes, Cristiana Chamorro y Félix Maradiaga. Para detener a algunos de ellos la dictadura Ortega-Murillo ha contado con la Ley de Defensa de los Derechos del pueblo a la Independencia, la Soberanía y Autodeterminación para la Paz, una legislación orwelliana, con dos únicos artículos, en el que se define quién es un «traidor de la patria» y el castigo de no poder optar a cargos de elección popular.
Los Ortega-Murillo saben que el rechazo popular les haría perder el poder en las urnas. Con la detención de los candidatos opositores, se cierra la última posibilidad de una salida democrática a la crisis política que vive Nicaragua. Desde 2018, la represión gubernamental ha dejado más de 300 personas muertas y 2 mil heridas en protestas, 1,614 personas privadas arbitrariamente de su libertad, mientras más de 100 mil nicaragüenses han pedido asilo en diferentes países. Han sido violentados los verdaderos sandinistas, líderes de movimientos juveniles y campesinos, artistas y, en general, cualquiera que piense distinto.
La Revolución Sandinista de 1979 apasionó a muchos que vieron a un país pequeño, con un pueblo voluntarioso, enfrentarse con dignidad al imperio estadounidense. A pesar de la guerra interna montada para hacer fracasar este fenómeno político, el gasto público en esa época superó el 39.0% del PIB, mientras la carga tributaria rondaba el 26.5%. Se pensaba en el desarrollo de una economía mixta, menos dependiente del exterior, con más gasto social y mejor infraestructura. Sin embargo, el Ortega que lideró aquella revolución murió en 1990 cuando perdió las elecciones contra Violeta Chamorro. El actual Ortega se parece más a Anastasio Somoza.
Los nicaragüenses deben terminar con esta dictadura, por ello, y por el bien de Centroamérica, es urgente que la comunidad internacional y los organismos globales y regionales tomen acciones más contundentes. Guatemala, El Salvador y Honduras infortunadamente avanzan por ese mismo sendero.