Adrian Zapata

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Profesor Titular de la USAC, retirado, Abogado y Notario, Maestro en Polìticas Pùblicas y Doctor en Ciencias Sociales. Consultor internacional en temas de tierras y desarrollo rural. Ha publicado libros y artículos relacionados con el desarrollo rural y con el proceso de paz. Fue militante revolucionario y miembro de organizaciones de sociedad civil que promueven la concertación nacional. Es actualmente columnista de el diario La Hora.

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Por: Adrián Zapata

La fotografía que ha circulado en los últimos días, donde supuestamente aparece el Ministro de Desarrollo Social con tres mujeres desnudas, en un bacanal, ha causado revuelo político. El funcionario niega la veracidad de la misma.

Este hecho debería permitir una reflexión más profunda sobre el tema de los actos de la vida privada de un funcionario público.

El principio que debería prevalecer es que se impone un respeto a la vida privada de todos los que ejerzan tales funciones. Es usual escuchar el argumento de que dichas personas pierden su derecho a la privacidad porque todas sus conductas son apreciadas desde la perspectiva del cargo que ostentan. Esto es parcialmente verdad, porque evidentemente existe tal exposición.

Sostengo que el límite al derecho a la privacidad del funcionario público debería ser la afectación que tenga su conducta privada en su desempeño. Por ejemplo, los ruidosos rumores sobre la supuesta homosexualidad del Presidente de la República son despreciables. Si fuere el caso, ese es su derecho y nadie lo puede cuestionar por ello. Incluso, sería una conducta que merece todo el respeto del mundo. Lo que sin duda es cuestionable sería el nepotismo que de ella se podría derivar, sin importar la orientación sexual del justamente criticado.

De igual manera, los señalamientos que se pudieran hacer a funcionarios por infidelidades u otras conductas que la sociedad formalmente objeta, en la medida en que no impacten en su desempeño público tampoco deberían ser ni siquiera referidas. No es válido el criterio moralista que, suele ser manifestado desde una doble moral, condenando lo que se tolera o se practica tras bambalinas.

Ahora bien, tampoco es despreciable la aspiración de que todo líder social o político tenga una conducta personal ética, ejemplar, ante los ojos de la ciudadanía en general. Y es por eso que debe haber un límite a la inviolabilidad de la privacidad de los funcionarios públicos. Una vida privada cómo la que en la foto se refleja no puede ser excluida del escrutinio social. Si la foto resultare verdadera, el Ministro en cuestión debería estar bajo tratamiento psicológico o tal vez psiquiátrico, para superar sus aberraciones. Y, por supuesto, no tendría cabida en un cargo público de tal nivel.

Se impone actuar con prudencia. El Ministro tiene todo el derecho a demostrar la falsedad de la foto, si es que así fuere. Si no se pudiere demostrar tal extremo, su destitución es imperativa ya que su conducta es socialmente inaceptable. Sin embargo, este espectáculo mediático no debe hacernos olvidar que el juzgamiento de este alto funcionario debe ser, con todo el rigor que amerita, por su desempeño en el cargo.

Personalmente siento aversión por ese “periodismo” del chisme, el amarillismo, el morbo, el daño moral que puede causar y la injusta impunidad que deviene de su ejercicio. Las comillas que utilizo persiguen señalar que tales publicaciones no son realmente periodismo, que, aunque eventualmente puedan decir cosas ciertas, aunque descontextualizadas y sin fuentes ni fundamentos, se contraponen con los criterios básicos de un periodismo serio y responsable. Pero, en todo caso, en esta ocasión nos da la oportunidad de reflexionar con seriedad sobre el tema de la relación entre la privacidad y la función pública.

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