Eduardo Blandón

A menudo me ha llamado la atención la facilidad con que algunos dicen tener amigos en su círculo íntimo. Vaya suerte, me digo fingidamente, porque a mí no me salen los números. Son tan incontables los amigueros a mi alrededor que hasta he llegado a dudar de mis dotes sociales, simpatía o sex appeal.

Las estadísticas se me niegan como en la adolescencia se me resistían las relaciones amorosas. Al punto de que mi hermano me restregaba sus conquistas sin que yo encontrara explicación a tanto infortunio. Ya sabe usted, no es fácil ser ni el mayor ni el menor de los hijos en una familia: sí, me tocó ser el vástago medio, ese del que los padres frecuentemente no saben cómo tratar. Pero ese es otro argumento.

Como le decía, el tema al que me refiero ha despertado en mí cierta curiosidad científica (para llamarlo pomposamente). Exploro con sesgo para confirmar sin disimulo mi hipótesis: los amigos no pueden ser legión. Lo sostengo porque creo que, como en el amor, el corazón no da para tanto y su voluntad tiende hacia lo exquisito.

Y quizá sea este el problema de los amigueros: la generosidad en juzgar como tal a quienes se siente afecto. Son pródigos que llaman amigos a todos (a tirios y troyanos): a los colegas, a los compañeros de clase y hasta a los vagos del barrio. Si no fuera por la candidez de los transgresores, deberíamos condenarlos por el agravio a la palabra.

Pero seamos justos, ni el mismo Jesús fue ejemplar al llamar “amigos” a los doce. ¿Nos quiso timar? ¿Fue un desliz hagiográfico? ¿Problemas de traducción? Vaya usted a saber. Lo cierto es que en la práctica sus amigos fueron Pedro, Santiago y Juan. Basta. Los demás, aunque queridos, fueron parte de un reparto amplio en su experiencia humana.

Hasta Calvino supo de las predilecciones de Dios que salva por capricho a quienes quiere. Sí, tiene sus preferidos (predestinados les llama el reformador). Convengamos, en consecuencia, que, si el arquitecto universal tiene problemas para albergar multitudes en su habitáculo íntimo, mucho más lo tenemos los mortales por nuestra naturaleza odiosa, antipática y poco amable.

Vamos, no pretendo cambiar a ninguno. Solo es la expresión celosa de ser parte cuantitativa en el corazón de quienes quiero. Nada más. La queja indisimulada por compartir espacio en un lugar estrecho. Por lo demás, hay que acostumbrarse a la facilidad con que van y vienen los presuntos amigos. No le digo, así pintan las cosas en la época en que vivimos.

Eduardo Blandón

ejblandon@gmail.com

Fecha de nacimiento: 21 de mayo 1968. Profesor de Filosofía, amante de la literatura, fanático de la tecnología y enamorado del periodismo. Sueño con un país en el que la convivencia sea posible y el desarrollo una realidad que favorezca la felicidad de todos. Tengo la convicción de que este país es hermoso y que los que vivimos en él, con todo, somos afortunados.

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