Eduardo Blandón
No ha sido pocas veces las que he escuchado decir a algunos adultos mayores, esos que superan al menos los 80 años, estar cansados de vivir. Llega un momento, me dijo recientemente una de ellas, en que se hace necesaria la partida. “Es como si adquirieras la conciencia de que ya ha sido suficiente”, me confirmó.
Su testimonio no ha sido la del abandonado que capitula o la del cascarrabias con mal humor, sino la declaración juiciosa de quienes con fortaleza reconocen el esfuerzo cotidiano de vivir. Son espíritus selectos que comunican su realidad como quien comparte una noticia o un sentimiento sin esperar piedad.
Esa apercepción tan humana cada vez es más generalizada entre nosotros, infortunadamente no ya por la decadencia de los años como por el envejecimiento prematuro causado por las condiciones en que vivimos. Sabe a lo que nos referimos: el estrés, la pobreza, las frustraciones y hasta la contaminación del ecosistema.
La vida es tan cruel para muchos que quisieran un anticipo de las promesas religiosas. Salvarse aquí y ahora, sin esperar lo postrero, se impone en un mundo extraño, perverso y ajeno. Así, los días son tan inasumibles que las virtudes del retorno, al mejor estilo de Ulises, son literatura y ciencia ficción.
¿Por qué la vida ha perdido su color? ¿Qué hace patética la existencia? No lo sé, pero estimo que el acendrado individualismo contemporáneo algo tiene que ver. Escribo sobre la transvaloración que ha sustituido la solidaridad, los afectos y el cuidado de sí, entre tantos otros. La superación de los sentimientos por intereses advertidos de mayor valía en la conquista de lo material.
El éxito del relato consumista ha tenido tanto éxito que aun deseando amar muchos no se lo permiten. Unos, por considerar las relaciones afectivas sujetas al cálculo racional, otros, por temor a la posibilidad del fracaso. Esa realidad condiciona hasta a los más voluntariosos que, determinándose por el amor, su torpeza y falta de talento (inteligencia emocional le dicen) los condena desde el primer momento.
La afirmación de la vida pasa por ir más allá de la industria de lo frívolo. Distanciarse de la maledicencia es solo el primer paso, se necesita también su denuncia. Enseñar a los jóvenes el valor de lo importante como medio de realización personal. Solo desde este horizonte es posible la plenitud y el advenimiento de una vejez serena. Hay que apostar por ello.