Eduardo Blandón
El proceso de adaptación para los que cambian de un estado de vida a otro no siempre es fácil. Lo dicen los textos, la innumerable bibliografía que ofrece el mercado para superar, por ejemplo, los divorcios o la separación de una relación frustrada. Yo mismo lo supe en aquellos años tempraneros de vida conventual, primero por los dramas narrados por los que colgaban los hábitos, luego por experiencia propia.
En ese estado de crisis y pérdida de identidad es que tuve la fortuna de conocer a Amafredo Castellanos. Quizá fue en mayo de 1996, pero la fecha poco importa como la experiencia que compartiríamos en esa diminuta oficina de redacción de la Agencia Guatemalteca de Noticias, (NOTIGUA), a partir de ese encuentro que consideré por mi malformación religiosa, “providencial”.
Como sea, lo mejor no se dio en ese espacio en el que por entonces abundaba el humo de cigarrillos, sino extramuros. Sobre ello, debería decir lo que Kant expresó al reconocer la filosofía de Hume: “Me despertó del sueño dogmático”. Amafredo fue el amigo que me introdujo al universo de lo profano con la bondad natural del pedagogo que intuye la iniciación para el advenedizo.
Así, las juergas, las trasgresiones y lo que yo llamaba con tufillo clerical, “vida disoluta y libertina”, se constituyeron en zonas de encuentro con el amigo que transformaba su timidez en extroversión. Y esa paradoja que asumía me daba confianza: la expresión de mesura aderezada con el empedernido mundano que se solaza en los apetitos sensibles. Amafredo, con toda certeza, fue un hombre bueno.
Me constó su disciplina, el amor al trabajo, la honestidad y por increíble que fuera, su mística. No me refiero solo a la propensión al silencio con el que laboraba en la sala de redacción, estado en el que parecía arrobado gestando una nota de prensa, sino a la ética fundada en una intuición de lo invisible. Esa comprensión encarnada en los actos cotidianos encontraba su momento privilegiado en la Semana Santa.
Amafredo fue un cucurucho de larga data. Lo heredó de sus padres. Sin embargo, más allá de la costumbre, sé que la vivió con gozo. ¿Qué idea tenía del crucificado? ¿Cómo concebía la religión cristiana? ¿Se consideraba parte de la comunidad de los fieles? Nunca conversamos de ello, pero estoy seguro de que la pasión de Cristo lo conmovía tanto como la pobreza y la injusticia que reportaba a diario en la prensa.
No era raro verlo indignado por la deriva del país, la discriminación, el latrocinio de los políticos, el abandono de las comunidades y la falta de oportunidades. Los infortunios lo abrumaban. Ensombrecido, igual que el resto de los periodistas que soportan el estercolero nacional, se refugiaba en el trabajo y, cuando se podía, en la diversión.
No esperábamos la partida de Amafredo. Se nos fue sigiloso, discreto, sin hacerse notar, como era su estilo. Con su familia (esposa e hijo), deja apesadumbrada a la prensa. Yo siento una especie de orfandad y una deuda inmensa con el amigo que me hizo renacer en un mundo que juzgaba inhóspito. Gracias, hermano, buen viaje. Espero verte pronto para dilatar la dicha en la eternidad. Verás que así será.