Mario Alberto Carrera
Creo que tanto hace sufrir la fealdad verdadera como la imaginaria. La primera brota nítida ante el espejo. La segunda –más grotesca- aparece como un fantasma gris en la tersa superficie de cristal que nos refleja, pero sobre todo cuando no tenemos un espejo enfrente y nos quedamos a solas con nosotros mismos (intimidad verecunda) y nuestro pasado y con los recuerdos que con hierro de marcar en el cuero fueron grabados en un ayer tal vez ya muy lejano.
La fealdad -en lo traslúcido del espejo- es el deseo, es la cólera de ser sí mismo (un sí mismo generado por lo social) con el que no estamos contentos ni en armonía ética, pero con el que cargamos inexorablemente sobre las espaldas como pesada carga -que el destino que labramos en los intereses creados nos coloca- y del que no nos liberamos porque -como su peso es económico- no lo podemos lanzar antojadizamente al espacio concreto o al concreto vacío del abismo. De allí esa lucha tenaz de los que quieren perder el sí mismo social para asumir el ser sí mismo (conócete a ti mismo) del Oráculo de Delfos.
Años y años luchamos contra la fealdad, contra lo grotesco, es decir, contra la deformidad imaginaria o la cólera de ser un sí mismo artificioso, afectado, falso, rebuscado y no ser el ser ético que pregonaba Sócrates, pero sobre todo Nietzsche. De no ser otro, iluminado por la verdad. El que soñamos ser, el que nos gustaría eremita ser de acuerdo con los cánones de belleza moral de un Santo carnal (“Confesiones”) como Santo Tomás de Aquino, filósofo si los hay.
Años de luchar contra la fealdad imaginaria, es decir, interior y súcuba que algunas veces nos acompaña hasta la huesa donde, cargada de hipocresía y de convención social, finalmente nos suelta cuando ya nunca jamás podremos ser sí mismo, en el infinito placer de llegar a ser quien en verdad eres, permitiéndote conocerte a ti y a tu corazón. La fealdad imaginaria es el horror de ser sí mismo y de cargar indignos el pecado de nuestra verdadera identidad que taimados sólo nosotros conocemos. Candente hierro por algo que no fuimos –o que quisieron que fuéramos malvados procónsules del infierno Oriental- y cuya permanente negación deviene culpa, que es la raíz del esperpento en la fuente de “Luces de bohemia” o “Divinas palabras”.
Porque igual somos feos cuando arrostramos y culpables cuando nos negamos a inclinar la cabeza. Y lo que debiera ser un acto de libertad se convierte en un doble gesto de culpabilidad y marginación y, por otro lado, en angustia.
Porque ser “feo” -además- es estar marginado aunque los que marginan sean grotescos. Y, aunque el mandato de sentirnos feos sea completa ficción infernal, la reiterada orden y el asedio hipnótico de sentirnos así es tan objetivo como la claridad de la mismísima Lógica. De modo que la fealdad imaginaria o ficticia (la que nos aleja de ser sí mismos) llega a ser tan hostigadora y ahogadora cual la de un genuino y carnoso y prominente mentón a lo Augsburgo y Borbón. O la nariz de Cyrano de Bergerac que nos poetiza Quevedo. Y todos estos encontrados sentimientos nos pueden arrastrar tanto a la perversión como al suicidio.
La angustia de no poder llegar a ser sí mismo es igual que lo grotesco de no poder alcanzar el conócete a ti mismo porque se vive –toda una larga vida acaso- siendo el que no se es. Metido en la piel de otro y no pudiéndola mutar porque el deseo de tener y poseer es mayor que el de ser.
Conocerse a sí mismo es la gran utopía personal que casi nadie encarna ni desvela.
En esto del meditar o del pensar, al final siempre se cae o se sube al plano moral: al deber ser de la realización bondadosa que se puede alcanzar sin Dios. Y sin Pascua Florida o de Resurrección. La existencia (buena) precede a la esencia, que diría Sartre.