Juan Jacobo Muñoz Lemus
Después de hacer tantas cosas equivocadas que lo llevaban hasta el borde, cualquier cosa por insignificante que fuera podía con un pequeño empujón, ser suficiente para hacerlo caer en el abismo. Le había ocurrido muchas veces y, aun así, seguía cayendo en su misma trampa y acumulando desatinos.
Luego se le hacía fácil explicar cada una de sus desgracias con el último acontecimiento, haciendo uso de una suerte de falsificación retrospectiva que solo le dejaba ver lo que le convenía. Siempre encontraba algo o a alguien a quien culpar para desembarazarse de su participación en los hechos.
Como un ser humano común se mentía a sí mismo y arrastraba a los demás en sus mentiras como si fuera un tsunami. A veces más y a veces menos, pero la técnica era esa, que incluía obstinación maliciosa, de tal cuenta que no tardaba en recurrir a la burla siempre escudada en la reflexión intelectual. El sarcasmo podía ser hasta ingenioso, pero no dejaba de ser mezquino. Todo era un signo de lo mal que se encontraba consigo mismo y como proyectaba su autorreproche.
Le pasaba como a muchos que no pueden ir más allá de sus propios pies hundidos en el lodo. Le tomaba tiempo conmoverse y ser empático, por ponerse demasiada atención y por la falta de confianza en sí mismo. Era obvio, o al menos eso parecía vislumbrarse, que no había sido bien acompañado como niño en su desarrollo y niño se había quedado.
Jerarquizaba la vida como si fuera un esquema y tenía separados administrativamente el trabajo, la diversión, el amor, el descanso, el placer y la pasión. Virtudes todas, que tienen la capacidad de producir efectos positivos; pero su mente era una especie de cuadrícula, y él pensaba en porcentajes para cada cosa, con la ilusa convicción de que cada una se atendía por separado y sin tocarse una con otra.
No podía derivar de la actividad productiva un placer; para él trabajo era trabajar y solo pensaba en resultados, sin vincularse emocionalmente, mucho menos apasionarse. Era imposible que disfrutara de lo poco y lo pequeño por estar esperando siempre por grandes y espectaculares momentos que encima no llegaban, al menos no como él los deseaba, para poder reivindicarse ante sí mismo y sentir así que estaba dando la talla. Creo que ya dije que era como un niño, aunque uno muy malo pues no se divertía y no creía en el descanso.
Si tan solo hubiera podido entender que todas las cosas son sagradas y que el atrevimiento de la humildad es a ser pequeño. Era difícil entender cómo podía haber tanto de tan poco en una sola cabeza.
Él no podía notar que era un virtuoso virtual que creía en cualidades escondidas, según él a su alcance en cualquier momento, más por lógica de especie que por conocimiento de sí mismo. Era un comodón moralista, con la moral de sus códigos infantiles sin duda, la de querer salir ganando a toda costa y sin notar cuanto perdía al desestimar las cosas humanas.
Tal vez era sensible en el fondo, pero insensiblemente para él. Veía sin ver, sin darse cuenta de que todo lo que se niega por un lado, brota inconscientemente por el otro extremo en compensación. A él mismo le pasaba en sus narices; negaba querer una pareja, como una forma de huir del amor y recurría a la promiscuidad para compensarlo. Se aferraba a sus preceptos y seguramente iba a morir en su ley.
Huía de dejar sus cosas negativas, y no porque no se lo merecieran, sino porque confundía lo ideal con la realidad, y se resistía por sentir que si cambiaba estaría desechando un valor, pero no era así; un valor de verdad, es inmortal.