Las escenas de la turba entrando ayer al Capitolio para interrumpir violentamente la sesión del Congreso para certificar el triunfo de Biden fueron un escándalo mundial que finalmente terminó por reflejar de manera fiel y exacta la bajeza de Donald Trump, quien instigó a los terroristas no sólo con su burda cantaleta de que le robaron la elección, sino porque de manera directa les dijo que tenían que ir al Capitolio y actuar de manera “valiente” para hacer lo que el vicepresidente Mike Pence no se había atrevido a hacer.
Uno está acostumbrado a esas imágenes en esta región donde las instituciones democráticas son inexistentes o sumamente frágiles y los Congresos no son la representación nacional sino un nido de ladrones que se dedican a sangrar a los miserables pueblos. Y lo hemos visto en Venezuela donde las huestes chavistas, de Maduro o de Guaidó actúan de manera abusiva saltándose las trancas porque no hay Estado de Derecho que valga. Lo vimos en Chile cuando el Ejército asaltó no sólo el Congreso sino también la residencia presidencial para derrocar a Allende. Lo vimos en 1954 cuando el Ejército de Guatemala se abstuvo de actuar para defender el orden constitucional y se podría citar una larga lista de incidentes de las Repúblicas Bananeras en las que, a la fuerza, se ha revertido el mandato del pueblo por la vía electoral.
Estados Unidos se ha presentado ante el mundo como el país democrático por excelencia donde se respetan las instituciones y rige la ley. Ayer, viendo a los senadores tirados en el piso para protegerse de la turba y a los miembros de la Cámara de Representantes cubriéndose en sus curules mientras guardias armados trataban de contener a los delincuentes terroristas enviados expresamente por Trump para interrumpir la sesión en la que se certificaría el resultado adverso que tuvo en la última elección, el mundo terminó de entender la calaña de ese presidente a quien aún hoy muchos en Guatemala elogian y tratan como estadista.
Un auténtico patán investido como presidente de los Estados Unidos es el causante de lo visto ayer, pero no es el único responsable. Los republicanos, con notables excepciones como la de Mitt Romney, se tienen que sentir avergonzados de haber sido fieles lamebotas de ese cafre que nunca pensó en Estados Unidos sino únicamente pensó en sus negocios, su ego y la sumisión absoluta de sus súbditos.
El daño hecho por todos esos trumpistas es irreparable, al menos en el corto plazo, y plantea un reto enorme al nuevo gobierno.