Mario Alberto Carrera
Ninguno ha quedado satisfecho. Un acre sabor permanece en nuestro aliento. Una especie de sin sentido colectivo flota sobre la geografía de la patria como una gruesa nata que no nos permite atisbar -con la claridad que quisiéramos- el porvenir.
Ninguno ha quedado satisfecho luego de la surrealista aparición de los dos mandatarios en el salón de los espejos opacos de una casa presidencial que “espanta” por los prodigios esquizoides que se suceden en ella. Cambios que quieren parecer tales, es decir, modificadores de algo, pero que ni siquiera alcanzan la categoría de gatopardistas por su insignificancia e intrascendencia. Para que hubieran alcanzado el estamento de lo propuesto en la novela del príncipe de Lampedusa, tendría que haber ocurrido algo más trascendente, algo más contundente, algo más reformador. Algo que de verdad valiera la pena decir: cambiaron ¡todo!, para que ¡todo!, quedara igual.
Mas no se acercaron a ello ni por la epidermis del “conflicto armado”. La gente ha estado pidiendo ¡cabezas!, en la Plaza, en la chamusquina del Congreso y mediante el incendio del autobús que, aunque no lo parezca, también estructura un discurso muy intenso alrededor del debate que vivimos hoy. El discurso de la “chusma”, de los “infiltrados”, de las maras cuya lectura también se debe realizar porque asimismo forma parte de la rebelión de las masas.
Hay un discurso de la Plaza y las familias conciliadoras y no beligerantes. Otro, el de los manifestantes estudiantiles en diversas calles del centro histórico (algo más agresivo). El de las pandillas marginales (que se ha querido teñir de delincuencia) que brota de los asentamientos y, por último y acaso el más valioso: el de los pueblos originarios que se han manifestado entre la clara neblina de sus montañas en los cantones de Totonicapán.
Pero estos discursos -cuyas lectura es una asignatura que todos debemos aprobar- es desplazada por densa y fastidiosa. Se ofrecen por aquí y por allá antojadizas interpretaciones en columnas de opinión, en las redes sociales o en corrillos improvisados en algún claustro, mas no dictámenes profundos y bien sustentados. El tropel de sucesos alucinantes que el Estado produce en este país -y asimismo el de los dirigentes de la oligarquía es tan atropellador- que no da tiempo ni siquiera a pergeñar una columna bien meditada. Todo se hace al buen tuntún en el delirio delincuencial o de corrupción e impunidad en que el Estado de Guatemala da tumbos y contra tumbos, con los que nos asombra y nos aturde día a día.
Por ello es que, y volviendo a las palabras iniciales de esta nota, tras la kafkiana aparición de los reyecetes magos o mandatarios de la nación, a finales de la semana pasada, en el salón de los espejos cóncavos del callejón del gato de Valle Inclán, la gente quedó más iracunda, más insatisfecha, más frustrada. Y la frustración se parece al proceso de duelo o es su alter ego. Si no se procesa debidamente, la reacción patológica y enardecida o furiosa del paciente o del pueblo otra vez burlado por Giammattei y Castillo, no se hará esperar. Y tendremos un 2021 tremendista y esperpéntico que asumirá las proporciones dramáticas de ello: los rasgos de la tragedia nacional guatemalteca.
Claro que es irresponsable decir que hemos sido burlados nuevamente por los mandatarios de turno: el Sr. Giammattei y el Sr. Castillo. Hemos sido burlados –si analizamos a fondo los hechos- por el sistema y el modelo socioeconómico a los que denuncié en mi anterior columna. El Sr. Giammattei y el Sr. Castillo no son más que títeres de marioneta, fantoches de ocasión y de turno. Los “marioneteros cacifales” y castrenses ocupan sus sórdidos sitios de siempre tras las bambalinas del teatrino fecal. Y de allí no hay quién los saque ni con la Revolución Francesa ni con la Revolución Bolchevique juntas. Sus anclas se hunden 500 años atrás o cuando menos 200.
¡Y ellos son los que deberían salir a declarar y explicar el porqué de este hundimiento y no sus títeres-bufones de la ocasión!