Por ARITZ PARRA
BILBAO, España
Agencia (AP)
Los seis migrantes escuchan atentamente a Mbaye Babacar Diouf, que cuenta su odisea: Cómo cruzó el Atlántico y terminó como enfermero, atendiendo pacientes con el COVID-19 en España, y de sus esfuerzos por ayudar a otros a través de una organización sin fines de lucro que él mismo fundó.
A simple vista la suya parece una historia con final feliz, pero Babacar les dice a individuos que llegaron de Senegal, Ghana y Marruecos que no es un ejemplo para nadie, que por años sufrió humillaciones y fue explotado para poder pagar los 4.500 euros (5.350 dólares) que le cobraron los traficantes de personas que lo ayudaron a llegar a España.
«Todo ese periplo migratorio que he tenido que vivir, no se lo deseo a nadie porque es bastante duro y complicado», dijo Babacar, un senegalés de 33 años. Destaca que Europa no es un paraíso si uno se expone a morir ahogado o debe vivir para siempre en los márgenes de la sociedad.
Admite que es un mensaje extraño para alguien que puede darse el lujo de viajar en avión a Dakar para visitar a la familia que mantiene con sus remesas.
Luciendo un uniforme azul prolijamente planchado, con cabello rasta y anteojos, Babacar sonríe constantemente. Habla perfecto español y transmite una mezcla de bondad y confianza en sí mismo mientras se prepara para el turno nocturno en el Hospital Universitario de Basurto de Bilbao, de 700 camas.
Lidiar con el coronavirus ha sido traumático.
«He visto a gente morir en el mar, pero también he visto gente morir en mi trabajo y eso era a diario con el COVID», comentó. «Es una profesión muy bonita, pero hay situaciones en las que se te revuelve el estómago».
Antes de que empezase a sentirse como en su casa en esta ciudad del País Vasco, Babacar pasó noches a la intemperie y sobrevivió vendiendo cosas en la calle para los traficantes de migrantes. Varias veces no pudo esquivar a la policía y terminó preso. Su sueño de ser enfermero parecía esfumarse en esas ocasiones.
La idea de ser enfermero comenzó a germinar cuando llegó a las Islas Canarias a los 15 años. Hambriento y deshidratado tras un viaje de 10 días con olas de hasta ocho metros, lo conmovió el trabajo de voluntarios de la Cruz Roja que lo atendieron a él y a otros 137 migrantes de su embarcación.
«Me llegó al alma. En ese instante, dije, pues, ya tengo muy claro lo que quiero estudiar», cuenta Babacar.
Corría el 2003 y la ruta migratoria por el Atlántico ganaba popularidad. Cientos de personas morirían tratando de llegar a Europa por esa vía. Babacar recuerda el silencio reinante en la embarcación de madera cuando, en el séptimo día de la travesía, tropezaron con decenas de cadáveres flotando en el mar.
«En ese momento te das cuenta de que sólo había una opción: O llegabas o morías», expresó. «Porque no hay vuelta atrás».
Nuevamente hay una cantidad de embarcaciones que hacen el mismo recorrido. Y las mafias de traficantes de migrantes siguen extendiendo sus tentáculos cada vez más adentro de Europa, rastreando a sus víctimas donde sea que van y cobrándoles por un lugar donde dormir, por documentos que pueden abrir las puertas a una atención médica o para conseguirles trabajos ilegales que pagan miserias. Algunos jamás le escapan al círculo vicioso de deudas y un status migratorio irregular.
«No ha cambiado nada en los últimos años», manifestó. «El viaje en patera te puede durar sólo unos días. Pero el proceso de adaptación es muchísimo más largo y más complicado que el viaje en patera. El sistema te deja en el limbo, sin poder trabajar pero tampoco regularizar tu situación… Empiezas de cero, es como volver a nacer».
Su vida cambió para bien cuando conoció a Juan Gil, a quien hoy llama «aita», o «padre», en vasco.
Babacar lavaba platos en un bar. Gil necesitaba hacer algunos arreglos en su casa. Al poco tiempo Babacar comía regularmente en su casa. Gil había perdido a su madre hacía poco y su hija se había ido de la casa, de modo que convenció a Babacar de que se fuese a vivir con él. Pudo así dejar el costoso departamento de cuatro ambientes que compartía con otros 15 hombres.
«Le decía a mi hija, ay qué suerte ha tenido Mbaye. Y ella me decía, no, suerte hemos tenido nosotros con él», expresó Gil, un artista y profesor de arte jubilado de 74 años. «Y tenía toda la razón».
A los 28 años, y tras una prolongada y costosa batalla contra la burocracia, Babacar fue adoptado oficialmente por Gil. El senegalés tiene ahora su apellido en su pasaporte.
Pudo saldar su deuda, enviarle más dinero a su familia, matricularse en una escuela de enfermería y, luego de graduarse, conseguir un trabajo con el sistema sanitario de la región vasca. Ya se fijó otros objetivos: Estudiar medicina y regresar a Senegal, donde espera trabajar algún día como médico para la organización no gubernamental que fundó, Sunu Gaal, o «Nuestro Barco Pesquero» en la lengua wolof senegalesa.
La organización ayuda a migrantes en Bilbao y a jóvenes en Senegal, donde trata de construir una escuela.
«La idea no es decirles que migren o que se queden en casa», señaló. «Está bien buscarse la vida para mejorar la vida de tus familias, pero también hay que buscarlo en el propio país. El objetivo es facilitar a toda esa gente joven en Senegal una educación y que sean analistas y que sean críticos, y que vean ellos de que las oportunidades también las pueden tener en el país con una educación».