Sandra Xinico Batz
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Este 12 de octubre se cumplen 528 años de que iniciara el genocidio en contra de los pueblos originarios, en lo que ahora se reconoce como América; estamos hablando de un exterminio continuado que no ha cesado hasta hoy, que ha implicado también la continuidad en los saqueos, despojos y robos de los conocimientos y las ciencias de los pueblos nativos, cuyos territorios continúan siendo asediados, arrebatados e invadidos con extrema violencia y devastación.
Esto no significa que antes de la llegada de los españoles, las culturas que han habitado milenariamente este territorio no tuvieran contradicciones o complejidades en cuanto al relacionamiento social, económico y político que existía entre ellas, sin embargo, lo provocado por la colonización, ha significado siglos de esclavitud y ha marcado el presente de los pueblos, que sea que nos encontremos en el centro, norte o sur, compartimos contextos de desigualdad y empobrecimiento, cuyo origen común ha sido la invasión y el racismo implantados desde entonces.
Estas formas de opresión vienen matando a los pueblos y principalmente a las mujeres, debido a la imbricación entre racismo y patriarcado, que provoca que la realidad que las mujeres de pueblos originarios vivimos sea realmente catastrófica. Miles de mujeres son asesinadas cada año, con saña; la misoginia no es una ficción, está materializada en esos cuerpos mutilados, destazados que antes de ser asesinados fueron ultrajados, torturados. Los femicidios tienen la intención de humillar y degradar a las mujeres, de pisotear nuestra dignidad. El odio y desprecio que existe hacia las mujeres nativas, hace que incluso, los femicidios cometidos contra nosotras no indignen y no sean repudiados con la misma intensidad, que cuando se trata de mujeres que no son indígenas.
La violencia racista y patriarcal que golpea cotidianamente a las mujeres de pueblos originarios es una realidad que constantemente se quiere negar. El racismo y la misoginia de este país provocan que la vida de las mujeres indígenas no valga nada; que se nos trate peor que basura, que se nos quiera siempre como sirvientas y jamás como sujetas políticas. ¡Este es el corazón del mundo maya! Una realidad de hambre y desnutrición; un país que nos exhibe como adornos y que se apropia de nuestras culturas, mientras insiste en desvincularnos de esa gran civilización maya para eliminar nuestra historia, para hacernos sentir siempre inferiores, para no reclamar lo que es nuestros y que nos han arrebatado durante cinco siglos.
“La Antigua no es un mercado” vocifera con orgullo el Ayuntamiento de la Antigua Guatemala, un lugar construido con el trabajo forzado de nuestras ancestras y nuestros ancestros, que labraron las iglesias, que empedraron sus calles en jornadas de trabajo infinitas e extenuantes; con ese enunciado justifican la violencia racista que han utilizado para echar a palos a las mujeres, niñas y niños mayas que venden artesanías en esa ciudad, un trabajo sin garantías, sin derechos, que las mujeres han tenido que realizar porque no les han dejado otra opción, porque el racismo nos ha limitado oportunidades y derechos.